Los osos pardos de Canadá

Los osos pardos de Canadá

Carolina Esses

 

—Me sentí mal toda la noche, un dolor acá, casi que no dormí —. La madre se toca la garganta y después apoya las dos manos en el pecho, siguiendo la línea del esófago. —Así empezó tu abuelo. 

Con el tapado todavía puesto, Julia se agacha e intenta levantar el bolso. Su tamaño es descomunal. De frente al espejo con una bufanda enroscada alrededor del cuello, la madre se arregla el pelo.

—Nos decía que algo le quemaba por dentro, una acidez que lo perseguía día y noche. 

Está segura de que su madre se refiere al final, a lo que viene después del ardor, de los dolores, de los miles de tratamientos, así que no habla enseguida. Escucha. Tiene los ojos clavados en el bolso. La madre insiste: ella vio a su padre en la cama de hospital con sus propios ojos, no se lo contaron. Lo obvio salta a la vista —quedarse, ir otro día— pero Julia sabe que no es una opción; hace semanas que su madre espera el turno en el negocio de ropa usada, se pasó los últimos tres días preparando las camisas, los pantalones, los zapatos que piensa vender. Por eso le pregunta: ¿vos querés decir que esto podría ser el comienzo de un cáncer?  La madre no responde. Se pone el saco azul, vuelve a tocarse el pecho como si buscara apresar algo, inhala lo que parece una dosis extra de aire. 

—No me siento nada bien, nada bien—, dice y abre la puerta del ascensor. Julia trata de arrastrar el bolso. No es difícil ver el esfuerzo. Lo que ha costado llegar hasta acá. ¿Puede ser de verdad un infarto? ¿Debería llevarla a una guardia? Su marido vuelve a la tarde de Lima. Su hijo más chico está en un cumpleaños, la de trece tiene turno en el médico, el más grande hace días que no le habla. Aunque es cierto que todo perdería importancia si la madre se siente mal. El problema, claro, es cómo saberlo. ¿Cómo reconocer un síntoma de otro? ¿No son acaso —y ella lo sabe porque hace años que se analiza, décadas— todos los síntomas signos de algo que puede, eventualmente enfermar el cuerpo y el espíritu? 

El taxi avanza por el tránsito de Las Heras. La madre mira por la ventanilla.

—Sos una mujer joven, sana, mamá — dice Julia, pero la madre no responde. Es una mujer hermosa. Supo ser despampanante. Conoce la mejor manera de ponerse un pañuelo y que caiga con gracia, sabe tratar con amor a las empleadas en los locales, hablarle al verdulero, ser amiga de las amigas de la hija; sabe cómo lidiar con las empleadas domésticas. Julia solo busca estar sola, ir al teatro para después escribir algún artículo que valga la pena. Ni siquiera querría hacer las compras, cocinar. Tampoco las tareas que a veces le piden en el trabajo, un puesto administrativo en un centro cultural que le permite de vez en cuando ver una obra. Tiene una lista de las que no se quiere perder. Incluso se animó y escribió un unipersonal que le mostró a un actor amigo. Pero cuando leyó el texto en el escenario improvisado de su oficina, cuando lo vio tratando de darle vida a esas palabras, se dio cuenta de que le faltaba algo. Dinamismo, ritmo pero también pulso, dijo el actor. Necesita poner el énfasis ahí, necesita explicar que ella, en realidad, debería estar en otro lado. Algo de esto le da a entender a la madre en el mínimo espacio del taxi. Y la madre huye otra vez hacia los matices de la tarde: las vidrieras, los semáforos, la bruma que de pronto parece cubrirlo todo. 

Si hubiese osos en Luis María Campos, si esos osos tuviesen cría y fueran cargadas por seres humanos, Julia estaría acarreando una. Parece una nada, cruzar la avenida pero el oso pardo que arrastra por las orejas resiste o, peor, trata de zafarse como si buscara correr, subirse a los capós de los autos, dar batalla. Conoce bien este barrio. Tuvo un novio que vivía a unas cuadras; estuvieron juntos más de tres años. Era la época del uno a uno. Julia lo había acompañado a ver varios departamentos hasta que se decidió por este. Tenía veintisiete; ella, veintitrés. Iba a la noche, cuando salía de la facultad.  Él le decía que era una carrera de hippies, de zurdos, después la abrazaba, se reía y ella sentía que le estaba abriendo un mundo. A la noche, a veces, con los ojos cerrados dibuja el mapa de ese departamento. Si estuve ahí, piensa, tengo que poder estar otra vez. Se ve a sí misma subir por el ascensor de puertas automáticas, tocar el timbre, lo ve abrir la puerta descalzo. Pero no le alcanza. Quiere ver también la sombra que proyectaba en las paredes, repetir los gestos que hacían en la cocina, en el baño, escuchar los diálogos, quiere recrear cada detalle. Ser la que recuerda y ser también la del recuerdo. Como si levitara sobre sí misma mientras la habitación navega por la casa a oscuras.

En el negocio la ropa cuelga como pájaros puestos a secar al sol. Se detiene en una camisa roja de seda, bellísima. Su madre va directo al grano: se presenta, le da al empleado el código que le pide, se sienta donde le indican. En el fondo, una mujer desliza una valija con rueditas, la abre y empieza a depositar polleras, suéters, jeans, todo sobre el mostrador. Parece repetir un padrenuestro desganado. Con cuidado, la empleada acomoda lo que le interesa en una canasta, casi que no toca aquello a lo que no le ve capacidad de reventa. La madre espera. A Julia le contaron esto de los osos, tiene una amiga que pasó una temporada en Canadá. Se hacen campañas preventivas en la tele, en la radio, le dijo, se ponen carteles; los osos suelen buscar restos de comida, lo que sea. Una vez, cuando fui a sacar la basura del restaurante, vi uno; quedé paralizada, estoy segura de que, en dos patas, era tan alto como yo. Julia estuvo semanas y semanas preguntándose cómo era posible: osos merodeando ciudades. La madre sigue esperando, atenta, erguida. Mira hacia adelante ajena a cierto desánimo. Vos la viste, ¿no?, una mujer completamente abandonada, va a decir después, cuando se rían y tomen café a unas cuadras. Un adjetivo interesante, abandonada, ¿qué será?, ¿dejarse ir?, ¿qué es lo que esa mujer habría dejado de sí misma, qué aquello que todavía cuidaría como una joya, una perla que jamás pondría sobre el mostrador de este local de usados? 

Alguna vez el padre llegó con un bolso cargado de ropa. Se lo había dado un importador en parte de pago. Tengo una cartera Louis Vitton, le habrá dicho, unas camisas Ralph Lauren, estos pañuelos Channel. Julia recuerda la felicidad del padre: expuso todo sobre el sillón, parecía la escenografía de una obra de Broadway. Le pidió a la madre que cerrara los ojos y la guió hasta el living. Mientras ella se probaba la ropa, el padre hacía sanguches de pan árabe, ponía las cervezas a enfriar, traía todo en una bandeja. Ahora sí: como en la lotería, la empleada canta el cuarenta y tres y la madre se levanta. Las recibe con una sonrisa exagerada. Y acá es cuando la madre se agacha para sacar la ropa de las entrañas del oso pardo que se abre como un amasijo blando e indefenso. No, mamá, dice Julia, dejame a mí. Ella puede hacerlo con delicadeza, muy lentamente, tratando de no dañar los órganos vitales. Pero su madre es una mujer pragmática, siempre lo ha sido y además está la frase, la frase hiriente que Julia le dijo en la cocina, antes de salir, y que ahora nadie puede reproducir porque las palabras exactas huyen como hormigas cuando se prende la hornalla. A veces Julia piensa que en el juicio final van a aparecer todas las palabras inadecuadas que dijo, todas las veces que habló mal, que no tuvo paciencia. Es increíble que una mujer de cincuenta años piense esto y sin embargo, en días como este, lo piensa. La madre es pequeña. Y no se siente bien. La empleada mira las prendas. Las acomoda con mucha dedicación, como si fuesen tesoros. 

—¿Conocen los criterios? —dice. 

Julia imagina el entrenamiento: la encargada de compras redactando el listado de parámetros a tener en cuenta: ropa clásica sí, pero con onda; esta temporada solo blazers con corte de hombre, pantalones anchos, nada de camisas entalladas. La imagina explicando la importancia de tratar bien a quienes quieren vender. Nunca se sabe de dónde vienen, cuál es la historia detrás de una camisa, de un suéter. El equilibrio es sutil: tampoco es cuestión de involucrarse al punto de aceptar prendas imposibles. Y las empleadas saliendo al ruedo, empoderadas, munidas de un handy que se prenden al cinturón y un micrófono que les sirve para comunicarse con todos los locales de la red. Ésta, la que les tocó, sonríe, gesticula con mucha educación. Reconoce a la madre, es como si la viera, en otra vida, caminando por Alvear, entrando a los locales más elegantes. A ella y a la ropa que trae. Ve cómo saca de la caja unos zapatos impecables con un moño negro, bellísimos, talle treinta y cinco. Son realmente hermosos, dice Julia mirando a la madre y a la empleada, de verdad, un sueño. La madre apenas sonríe. 

—Es que no se siente bien —explica Julia que de pronto se pone a hablar como si quisiera llenar todos los huecos, como si la empleada hubiese estado esperando todo el día para escucharla. Está exultante. Dice que quisiera tener ese pie pequeñísimo para poder ponerse esos zapatos. Los agarra, trata de entender si, en una horma, podrían agrandarse. Dice que querría una vida para usarlos. Porque ahora está siempre en zapatillas. Pero hubo una época, cuando era secretaria en una empresa, en la que usaba zapatos como esos. Trabajaba y estudiaba. Ayudaba en su casa, aportaba algo de lo que ganaba. Todo eso hacía. Lo cual no es mucho porque la madre trabajó desde los quince y el padre desde los trece. Ella arrancó a los diecinueve en una prepaga, siempre en Recoleta. Nunca tuvo que viajar, el flagelo de los trabajadores. Después dio clases de inglés en una academia. Ponían micrófonos sin avisar en las aulas para chequear que se usara el método. Tenía un novio que estudiaba cine y vivía en un loft que le prestaban en la calle Melo. Se besaban y se tocaban con la misma cuota de desesperación y torpeza. Escuchaban a Leonard Cohen, David Bowie. Él le pedía que se vistiera con ropa rota. Al principio le resultó insólito. Como si quisiera que se disfrazara de alguien más. Una chica levemente diferente a ella, una versión trash de sí misma. Durante meses se mantuvo firme. Incluso, cuando se encontraban, elegía prendas especialmente formales. Estuvieron juntos casi un año, ¡apenas tenían diecinueve! Después, como si alguien apoyara la mano en una carbonilla fresca, la relación empezó a desdibujarse. Antes de que todo se desmoronara, ella abrió el ropero y buscó algo que pudiera sacrificar. Empezó por lo obvio: un jean azul gastado. Siguió por una remera que había comprado con su madre por Avenida Santa Fe: era de algodón peruano y la había pagado en cuotas. 

Los zapatos no sirven. Son muy clásicos, muy de vestir, dice la empleada y agrega, que no se malinterprete: son lo más hermoso que hay en ese bolso, quizás en el mundo entero. Pero no sirven. Los otros tampoco, esos que dejan ver las uñas prolijamente pintadas de rojo, de bordó. Hay unas botas que sí podrían andar. Pero los zapatos no. Y eso que la madre se los hacía a medida. Iba con Julia a la salida del colegio, de uniforme y trenzas: preciosa. Sin embargo, de todo lo que la madre alguna vez tuvo, lo que Julia hubiese querido recuperar no son los zapatos. Es un cinturón bordado en piedras, una serpiente de escamas de colores. Eso es lo que ella querría que la madre hubiese guardado. De chica lo usaba en todos sus disfraces. Estaba en el último cajón de la cómoda; decenas de cinturones: el padre los vendía al por mayor en una galería del Once. Pero no hay que pensar en el padre como un comerciante común y corriente: papá abastece a las provincias, le vende a todo el país, decía la madre. El Once no es lo que era. Se vino abajo, solía decir la madre. Todo el Once un gran percherón tumbado en medio de la ciudad, y el padre caído entre los pastos. 

Algo se ralentiza ahora. Es lo último que tenía el pequeño oso para dar, lo más preciado de sí mismo, lo que guardó hasta el final: un impermeable azul de hombre, regalo de la hermana que vive en Madrid, que el padre nunca llegó a usar —va algo especial para papá, le había dicho cuando hizo el envío, y ella: mirá que ya casi no sale, le cuesta mucho caminar; la hermana hace tiempo ya, una extranjera—. Cuando el padre murió y la madre empezó a repartir sacos, corbatas, camperas, Julia se llevó el impermeable a su casa. Pensó que podía servirle al marido. A alguno de sus hijos. ¿En qué momento se lo devolvió? ¿Ella también, entonces, tenía sentido práctico, podía pasar por encima del recuerdo? 

—Debe valer como cien dólares, mamá. No te van a dar ni la mitad —mira a la empleada, espera, de verdad espera que se proclame ella también. 

—Vamos, Julia, es ropa —el nombre, una piedra atada al cuello. 

Sólo falta la transacción propiamente dicha. El total. Porque hasta ahora la empleada, siguiendo estrictamente el protocolo, no ha mostrado, no ha dicho cuánto pagará por cada prenda. Simplemente fue ingresando cifras en una computadora que les da la espalda. Una pantalla que, al final, va a girar para que ellas puedan ver el número, la globalidad del asunto, lo que el negocio va a pagarle a la madre por el interior de ese animal ya sin forma, porque lo que ahora conserva —dos cajas de zapatos, un pantalón de terciopelo negro, una camisa con volados—, ya no importa, son apéndices, callosidades, crecimiento de un tejido que no sirve para nada.  Julia, por su parte, todavía guarda algo. Tiene un montón de libros apilados en su cuarto; una cantidad de mails sin responder; un brillo plateado, ahí donde empieza el pelo, que se resiste a teñir porque hay algo en esa suavidad a lo que se aferra, algo como de recién nacido. Tiene una obra de teatro que reescribir. Porque el lenguaje, piensa de pronto, es todo. Lo entiende a la noche cuando se saca el maquillaje, y se mete en la cama. Lo siente como una revelación, ella, que hace crítica de teatro desde hace por lo menos veinte años. Ese es el bosque en el que vive y del que a veces sale, como hoy, para husmear, como los osos de Canadá, qué es lo que hay afuera. 

Pero hay un bonus track: un vestido de organza que la madre le muestra cuando vuelven a su casa, dos horas más tarde, después de haberse reído y tomado café en una mesa en la vereda, feliz la madre por la plata con la que ahora cuenta, el posible cáncer, el infarto y la muerte un recuerdo ya lejano. Es como para una princesa o una enana de Velázquez, puntillas teñidas con té, alforzas, un vestido que le llega hasta la cintura o quizás un poco más.  La madre lo despliega, dice que quizás este también se pueda vender. Julia se imagina dentro, ¿qué de ella pudo haber cabido ahí, qué parte quedó ahí encorsetada, cómo era que se podía ir a un cumpleaños así vestida, correr, saltar, pasarla bien, cómo podía ser posible?

Esa noche, con la casa completamente en silencio, la puerta cerrada, la habitación oscura como el camarote de un barco, se pone a recordar un verano hace años, en Rocha. El hijo mayor, que ahora tiene dieciséis, era apenas un bebé. Hubo una tormenta furiosa y la casa, construida en la playa sobre pilotes, se mecía con el viento.  ¿Quiénes eran ellos? Julia se lo pregunta al marido en un susurro, en la cama, aferrada a su espalda, le pide que le cuente cómo era ella en ese momento, cuánto persiste, cuánto ha cambiado. El marido le agarra la mano con fuerza, se la lleva al pecho, le dice que está igual, que la siente igual. Ella cierra los ojos. El marido no está igual, el hijo no está igual; se abrazan. Julia llora pero sonríe; a veces le pasa. El marido, esa torre enorme, llora también. 




Carolina Esses (Buenos Aires, 1974)

Es Licenciada en Letras, poeta y novelista. Publicó los libros de poemas Temporada de invierno (Bajo la luna, 2009; Entre Rios Books, Seattle, 2023), Versiones del paraíso (Del Dock, 2015) y Un brote de pino (Premio Tiflos 2024; Editorial Renacimiento, Madrid). Como novelista publicó Un buen judío (Bajo la luna, 2017), La melancolía de los perros (Bajo la luna, 2020) y Flora de perfil (Emecé). Es también autora de varios títulos de literatura infantil. Colaboró durante muchos años en Ñ, la revista cultural del diario Clarín, y ahora escribe en “Ideas” del diario La Nación. Trabaja desde hace quince años en la red de bibliotecas públicas de la Ciudad. 
Foto: Alejandra López

 

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