Ojos

Ojos

Jorge Consiglio

 

A los once años me mudé con mi familia a Mar del Plata. Cargamos los muebles y la ropa en un rastrojero Ika y encaramos la ruta 2. Manejaba Romani, un amigo de mi viejo. Eran los primeros días de marzo y el cielo estaba muy nublado. Nos fuimos de Buenos Aires a las apuradas por un asunto que entendí varios años más tarde. Sentí esa mudanza como un confinamiento. En la escuela era un fantasma, casi no tenía sombra. En mi casa, miraba por la ventana el desierto de la calle y dormía siestas interminables. A veces íbamos a caminar por la playa. Estábamos cortos de plata, no nos daba para el cine o ir a comer cada tanto afuera. 

Un sábado descubrí detrás de unas cajas una enciclopedia que me salvó la vida. Se llamaba Lo sé todo. Eran doce tomos de diferentes colores. La había editado Larousse. Lo novedoso era que los temas no seguían un orden alfabético, aparecían en artículos divididos por categorías. Me metí en la lectura como quien se interna en un bosque. En esa enciclopedia, hubo una infinidad de cosas que me encandilaron, pero una sola me arrancó la cabeza: la visión de las moscas. Estos insectos tienen en los ojos miles de partículas sensibles a la luz que les permiten una visión panorámica. Tal es la sofisticación de este sistema óptico que, hace poco, unos científicos inventaron un ojo artificial imitando su tridimensionalidad. También en Mar del Plata, para esa época, vi una película de Roger Corman, El hombre de los ojos de Rayos X. Cuenta la historia de un tipo, Ray Milland, que usa sus propios ojos para experimentar. Se instila una sustancia extraña. El efecto que busca es poder ver a través de los cuerpos opacos. Al comienzo, la investigación resulta exitosa, puede distinguir tumores sin usar aparatos de auscultación, pero la mutación avanza y la tragedia se instala. Hay imágenes de esa película que se me filtraron en pesadillas. 

Estos episodios de mi vida se enhebraron en un tramado que resultó clave a la hora de buscar trabajo. De un día para otro, me tomaron como visitador médico en un laboratorio oftalmológico. El curso de ingreso me lo dio un gordo nazi de apellido Berruezo. Una mañana, en un auditorio de la calle Aranguren, me contaron sobre los procesos de drenaje del humor acuoso. Me apasioné con el tema. De todas maneras, duré poco: renuncié para hacer un viaje que terminó siendo más corto de lo que pensaba. 

Cuando volví, aprovechando mi experiencia en el rubro, entré a una óptica. Vendía instrumental quirúrgico y prótesis oculares de hidroxiapatita. Estos implantes son útiles para la gente que pierde un ojo. Están fabricados con un material poroso que permite una rápida enervación. El ojo artificial se mueve como si fuera propio. Mi zona de trabajo era todo el sur: desde Avellaneda hasta la Patagonia. Había un hospital en Sarandí, el Finochietto, que me compraba bien en las licitaciones. Como vivía casi exclusivamente de esa venta, iba por lo menos dos veces a la semana. Después de ver al encargado de insumos, me tomaba un café en un quiosco que estaba sobre la calle Anatole France, frente a un despacho de diarios. El vendedor era un tipo de unos setenta años con nombre de tanguero. Floreal, se llamaba. Su voz cargaba todo lo que contaba de desgracia, pero el hombre era un optimista. Vivía con una sonrisa en la boca y silbaba como un jilguero. Además, le gustaba hablar. 

Una vez me contó que su hermano menor había heredado dos cosas del padre: la firmeza ideológica y un puesto como personal de mantenimiento en el Finochietto. Parece que en el 55 los hombres de Lonardi, después de voltear al Gobierno, entraron al hospital como una tromba. Destrozaron todo a su paso. En el hall de entrada había un busto de granito de Perón. Los milicos lo ataron con una soga. Hicieron fuerza entre varios: les costó arrancarlo del pedestal. Cayó de cara al piso. El golpe fue tan fuerte que se quebró la nariz de la figura. El padre de Floreal fue testigo. Cuando los soldados se subieron a los camiones, el tipo buscó una carretilla. Pidió ayuda para cargar a Perón. También se guardó el pedacito de nariz. Después, solo de su alma, se fue a los terrenos del fondo. Hizo un pozo y enterró el busto. Tuvo la precaución de trazar coordenadas para ubicarlo en el futuro. Al pedazo de nariz, lo envolvió en un trapo y lo escondió en su casa. El hombre murió dos años más tarde de un paro cardíaco repentino. Su familia tomó la posta del secreto. 

Cuando los vientos fueron favorables, desenterraron el busto. Un 17 de octubre lo instalaron otra vez sobre el pedestal. Esa mañana hacía un frío insólito para la época. El hermano de Floreal fue la estrella. Se puso un traje prestado. Llevó el pedazo de nariz en una caja que había sido de un reloj. Se paró sobre un banco y arregló la estatua con un pegamento especial. Quedó en la rajadura de la unión un tinte que le agregó personalidad a la figura. Si uno se para en la puerta de la guardia es claro el detalle. Es algo que mejora la tarea del escultor. Parece como si Perón estuviera a punto de decir algo. La verdad es que intimida. Resulta fuerte la cosa. Experimento esta sensación cada vez que me paro, medio distraído, en el hall del hospital. Cualquiera puede comprobarlo. Es cuestión de llegarse hasta el Finochietto. La línea 24 es una de las muchas que pasan por la zona.

Jorge Consiglio (Buenos Aires, 1962)

Es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito artículos, poemas y cuentos cortos para diversos medios nacionales y extranjeros. En 2024 recibió el premio Konex de Novela (Período: 2018-2020). Publicó siete novelas: El bien (2003, Premio Nuevos Narradores de Editorial Opera Prima de España), Gramática de la sombra (2007, Tercer Premio Municipal de Novela), Pequeñas intenciones (2011, Segundo Premio Nacional de Novela y Primer Premio Municipal de Novela), Hospital Posadas (2015), Tres monedas (2018), Sodio (2021) y La Circunstancia (2024); los volúmenes de relatos: Marrakech (1999), El otro lado (2009, Segundo Premio Municipal de Cuento) y Villa del Parque (2016); cinco libros de poesía: Indicio de lo otro (1986), Las frutas y los días (1992), La velocidad de la tierra (2004), Intemperie (2006), Plaza Sinclair (2018) y un libro de miscelánea, Las cajas (2017), que reúne una selección de textos publicados en el blog de la editorial Eterna Cadencia. 
Foto: Alejandra López

 

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