Crónicas

Crónicas

Osvaldo Aguirre

 

Un día en que visitaba a mis padres tuve una especie de revelación. Mis padres vivían en el campo, en el sur de la provincia de Santa Fe, y aquel día yo estaba leyendo Nadie nada nunca, la novela de Juan José Saer. Mis abuelos y mis bisabuelos también habían pasado sus vidas en el campo, y a través de mis padres y de otras personas allegadas a la familia yo recibía sus historias, sus formas de hablar, sus visiones del mundo, como algo que me deslumbraba y sentía a la vez propio y ajeno. No supe qué hacer con eso, cómo escribirlo, hasta que en aquella visita el paisaje y las cosas se me presentaron con una forma particular, la que estaba leyendo en Nadie nada nunca. De ese descubrimiento surgieron los poemas de mi primer libro, Las vueltas del camino, y la idea de trabajar en poesía con cierta sintaxis y ciertos procedimientos de la narrativa también observados en los cuentos de Borges, y con el habla, un habla bien definida, el habla rural, como materia de escritura.

Sigo por el mismo camino. En estos últimos poemas pensé en explorar algunos recursos de la crónica para abordar situaciones más urbanas. Lecturas que hice siendo muy joven, cuando recién empezaba, me grabaron a fuego las advertencias sobre los usos de la primera persona y las ventajas incomparables de la impersonalidad. Recuerdo también algo que aprendí en Lingüística, cuando estudiaba Letras (gracias, profesora Nora Múgica): es yo el que dice yo, la subjetividad se construye en el lenguaje como un espejismo fluctuante entre ficción y no ficción. No me gustan las formas recientes de la literatura del yo, la autoficción, la autobiografía, ni podría asumirlas sin sentir algo falso, o de pudor, pero al mismo tiempo pienso que la construcción de la primera persona es otro personaje para trabajar.

Entonces: me pareció que la crónica llevada al poema podía ser una manera de resolver el problema y de abrir otras posibilidades para la poesía. “La literatura se ahoga en sus límites”, dice Svetlana Alexiévich. En la crónica el yo define una mirada que al referir cierto estado de cosas habla también del observador; al investigar, al aproximarse a un aspecto del mundo o a una historia desconocida, el cronista investiga y se aproxima también a sí mismo. El sujeto de la crónica puede ser un sujeto de la lírica. También me pareció apropiado por los otros sentidos de la palabra: poesía en este caso sería escribir acerca de lo que se vuelve crónico, es decir, lo que persiste como preocupación, como interés, como desafío, como padecimiento; lo que persiste también no como algo por resolver sino por el contrario como una apertura sin fin sobre aquello que uno intenta decir.



El lazo

Nadie te desconoce
mejor que yo,
y a vos, supongo,
te pasa lo mismo conmigo.
Alguien de la misma sangre
puede ser el extraño
que creció al lado
como avanza
una especie intrusa
en un patio descuidado.
Ahora, con otros
de por medio,
estamos de acuerdo:
algo más grande
que un juego de mesa
se rompió, una vez,
y el torbellino no deja
de llevarse, todavía,
lo que encuentra al paso.
La destrucción
es el lazo más firme
que creamos.
A cada uno,
entonces,
lo de cada uno:
estas ruinas
son nuestras.

 

La camisa de fuerza

Una vez dije no
y nuestras vidas
cambiaron de modo
irremediable.
Me dirigía a otra
persona, equis,
pero esa decisión
te afectaba,
y no podías hacer nada.
Sí, la culpa me enreda,
y lo que no se borra
sin dejar la impronta
de esa derrota,
como si la huella
y su falta nos pusieran
una camisa de fuerza:
¿Cuándo hubo un llamado
y con qué palabra, cuál
fue la primera? ¿En qué lugar
nos encontramos? No lo sé,
no lo sé y todavía estaba ahí.
Pero la distancia hizo
su trabajo, estoy seguro.
En el momento no supimos
si el duelo tenía un conjuro
y aunque el tiempo pasó
y creciste y sonreís en la foto
que tengo a la vista
el recuerdo
es una bola de nieve
y no fue ayer, es hoy,
siempre es hoy.
Por eso dejo de usar
algunas palabras
y me recupero en el silencio,
como un alcohólico
que intenta volverse abstemio.

 

La nota bajo la puerta 

No sabíamos nada de la vecina
que no estuviera bien a la vista:
hacía quimioterapia
y usaba una peluca rubia.
La joven vecina del piso
de abajo. Tampoco teníamos
más diálogo que el necesario
cuando nos encontrábamos
en el edificio, como tanta gente
que desconoce quién vive
a su lado. Pero un día
dejó una nota bajo la puerta,
manuscrita en una hoja
de cuaderno escolar con letra
también escolar. Nos escuchaba
por la noche, eso decía,
como si retomara una charla
interrumpida en el palier
y se refería a los golpes de la cama
en su techo, puntuales como un toque
de diana, y sobre todo a los gritos.
Nos dio risa, y vergüenza,
y algo de pena, porque aclaraba
que tampoco era una mojigata,
pero no fue más que eso,
algo que pasó y olvidamos
con el tiempo y las mudanzas
hasta que esta mañana
en el descanso de la escalera
la señora del piso de abajo
me detuvo con un gesto
porque quería saber,
dijo, si estábamos bien.

Sara, la señora de abajo,
había escuchado
por el pozo de aire y luz
los gritos de un rato antes,
los reclamos a algún dios
o virgen capaz de intervenir
en asuntos terrenales
y, textual, las demandas
por la vida corriente
en que se estrelló el amor.
Justo cuando iba al supermercado,
y había escuchado cada palabra,
no ya el ruido de una cama
ni las promesas y juramentos
que la chica de la peluca
había copiado en una hoja
cuadriculada. Aquella hoja
en la que nos enviaba
a través de su queja
un relato de pasiones
en una época no tan lejana,
y otro mensaje entrelíneas,
una maldición disimulada
entre impuestos vencidos
y el resumen de una deuda
por alquileres y expensas.
Eso quise explicarle a Sara,
pero no teníamos confianza
y en un rato, dijo,
cerraba el supermercado.



In memoriam

Murió Billy, ¿sabías?
Sí, en el campo
y de causas naturales.
Los perros lo velaron
hasta que la comuna
mandó un coche
para levantar el cuerpo.
Los vecinos notaron
esa misma noche
que no estaba en casa
ni en la reunión ordinaria
de memoria y balance
de Agricultores Federados.
Ese fue el comentario,
que salió por las vacas,
porque el agua y la pastura
en este invierno tan malo,
y se encontró con la Parca.
Después dijeron que no,
que Billy se descompuso
en la cooperativa eléctrica
y no hubo nada que hacer
cuando lo llevaron al Samco.
Que hizo un ronquido,
que amagó, y quedó frito.
Pero yo creo que Billy
murió en el campo,
bajo los paraísos que rodean
la tapera, o junto al arado,
el disco, la rastra, los trastos
de su vida como chacarero,
y fue una muerte hermosa.
No me lo contaron, he visto
a Billy, lloviera o tronara,
cada mañana con la Chevrolet
y detrás los galgos, el ovejero
y los perros callejeros
que lo acompañaban,
cada mañana sin falta.

 

El presente

Cuando un padre muere sale el sol, se abre un cielo secreto.

Ariel Williams, Notas de una sombra

 

Después de cenar
es el mejor momento
para mirar el cielo.
Corre el viento, refresca
y recién entonces
algo cede en la oscuridad
más allá de la galería
de baldosas rojas,
entre la casa y el tejido
que separa la quinta
y el monte de naranjas
mandarinas limones.
Parece mentira
pasó el tiempo
pero ahí te veo
con la linterna contra el piso
como una antorcha loca,
en la vuelta a la casa
para soltar a los perros
y fijarte que el mundo
está en calma
y las cosas velan
por un nuevo orden.
Parece mentira
las cosas siguen tal cual
apenas cierro los ojos.

Si es cierto que el cielo
es un espejo del campo,
si la materia de la tierra
combina los elementos
que forman las galaxias
si el pasado se extiende
como un cielo despejado…
No sé a lo que iba
pero el misterio del universo
y su respuesta están cerca.
¿O no te dijeron alguna vez
que los muertos tienen
cada uno una estrella?
Claro que te dijeron.
Por eso después de cenar
y levantar la mesa
la costumbre es buscar
la casa de antes,
el camino de vecinos,
y, más, en lo que me toca,
las palabras que decías
y el gesto del enojo
o la sonrisa, la carcajada,
los suspiros y ese silbido
tan raro, inimitable,
con que andabas.
Hay tanto para ver
que uno se pierde.
Pero sé que el pasado
es lo único que vive
esta noche estrellada
en que volvés de la sombra
y miramos el cielo.

 

Osvaldo Aguirre (Colón, Buenos Aires, 1964)

Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Publicó los libros de poesía Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Lengua natal (2007), Campo Albornoz (2010), Tierra en el aire (2010), El campo (2014), 1864 (Premio José Pedroni, 2020) y Vendaval (2023) y la plaqueta Narraciones extraordinarias (1999, 2019). También publicó novelas, cuentos, memorias, los libros de entrevistas Hablados por la poesía (2011, 2017) y La poesía en estado de pregunta (2015) y un volumen que recopila notas y reseñas sobre poesía, La tradición de los marginales (2011). Compiló las obras poéticas de Arturo Fruttero y Felipe Aldana, la obra periodística y ensayística de Francisco Urondo, la correspondencia de Francisco Gandolfo con Mario Levrero y libros de entrevistas con Juan L. Ortiz y Rodolfo Walsh, entre otros trabajos de edición. Integró el equipo del Festival Internacional de Poesía de Rosario (2008-2011) y el consejo de dirección del periódico Diario de Poesía (2006-2011).
Foto: Clara Muschietti

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