Escrito en el viento

Escrito en el viento

Roberto Appratto

El recuerdo llega. “Y de pronto el recuerdo surge” como dice el narrador de En busca del tiempo perdido cuando, después de mojar la magdalena en el té por cuarta o quinta vez, rememora las casas, las calles, los campanarios, los árboles, la caminata por un lado y por otro, alrededor de una circunstancia del pasado, cuando también mojaba una magdalena en un té. “Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo…” dice Juan José Saer en el comienzo mismo de su novela La mayor, y con eso hace referencia al comienzo del relato en Proust, pero también en él, a partir de la repetición de una acción que, a esta altura, parece un lugar común. Puede traducirse también como “el recuerdo se me aparece”, porque es a mí, es al interesado, aunque sea algo involuntario, que le viene ese bloque del pasado en cualquier momento del día. Me vi, esa noche en que hablé de eso, mirando el aviso de Coca-Cola en la distancia, o sea, sabiendo que estaba ahí y dominando ese espacio inmenso desde la altura del jardín de mi casa. El aviso era, en ese relato que me hice al recordar, solo el pretexto de la visión del aire, del cielo, de la playa, de las calles que daban a la playa; una sucesión de líneas que enmarcaban el paisaje, que lo componían, lo diseñaban, le daban un carácter compacto, de tal modo que desde el momento en que apareció el recuerdo puedo, sin esfuerzo, recordar también lo que no veía, lo que quedaba a mis espaldas: el jardín detrás de mí: las baldosas, la otra pared, por encima de la cual a menudo se iba la pelota, cuando jugábamos al fútbol con mi hermano, a la casa de al lado, que conservaba su ajenidad hasta cuando iba a buscarla entre las piernas de los vecinos, el portón que daba al otro patio, la ventana del cuarto de mi hermana: todo eso quedaba a mis espaldas cuando me tiraba sobre el murito, pero también entra en la descripción del punto de mira. Al pensar en eso, antes de escribir, y a medida que me lo contaba a mí mismo, la contemplación pasó a ser algo más: al principio el proyecto terminaba en la expresión de sorpresa por “lo que se veía entonces, cuando no había muchos edificios”, es decir, una vulgaridad que ni siquiera llega a ser una anécdota, pero la misma sorpresa generó, al pensarse, eso que conecta al recuerdo con la escritura: como si escribir sobre algo no fuera la consagración de un recuerdo sino el estallido de lo que implica acordarse de eso en especial. 

De entrada, solo una imagen, eso que se podía ver, el espacio colorido, abierto, aireado, sobre todo, que iba desde allá hasta más allá y reproducía una línea imaginaria que terminaba en la mujer del aviso. No tenía palabras. Solo el asombro, más el asombro de recordar, que por un tiempo no dejaron entender otra cosa, pero sí la dejaban suponer, como una superficie sobre la cual se puede escribir. 

Lo que se veía era lo que había. Uno siempre puede deleitarse con los bordes del recuerdo, con los detalles que simplemente prueban que las cosas sucedieron y que se las recuerda, porque sí o porque arrastran un entorno afectivo particularmente sensible. De ahí toda la literatura. Pero una vez que se pasa ese umbral, cuando se recrea la situación física de estar tirado en el murito mirando para la izquierda, lo cual no impide que de vez en cuando mire hacia la derecha, o para arriba, y se sabe, sin mirar nada, qué era eso para uno, algo se desprende de lo individual y pasa a lo humano posible, a una generalidad difícil de prever ante la página en blanco, pero que necesita escritura. La idea del paisaje inmenso que estaba ante mí, en ese ángulo de la casa, en ese tiempo, se convirtió en otra cosa a medida que los días pasaban, es decir, dejó de ser mi recuerdo particular para ser el resultado de mi concentración: era algo que se me escapaba, al tiempo que podía “ver” el espacio, sentir que respiraba el aire del pasado y llegaba a algo así como “mi mundo”. Fue entonces que, de golpe, en un intento de descripción espontáneo, se me ocurrió el título de una película que había visto hacía mucho, una película vieja, que seguramente, por la vía oblicua de la casualidad, habría visto en la matinée de ese barrio, sin entenderla: un melodrama de los que pasaban en el tercer o cuarto lugar del programa, más cercano al cine para adultos y por eso destinado a su proyección nocturna. 

Entonces, el título me vino de golpe: Escrito en el viento. No recordaba en absoluto  la anécdota de esa película, era solo el título. Sentí que esto (las imágenes, el deseo de escribir, de fijar las cosas de la infancia en ese lugar) estaba, antes de empezar, escrito en el viento, por la presencia del mar y de las nubes en el paisaje, y también por la imposibilidad de quedarse en un solo punto, por la volatilidad que dominaba, o parecía dominar, la historia de ese recuerdo tal como podía verlo. Es la historia de una superficie móvil a la que me traslado, desde antes de empezar, en principio, para ponerme en espectador de mi recuerdo; y no es, estrictamente, un recuerdo, sino una zona de mi sensibilidad anclada en la época del recuerdo: es lo que uno hace, es lo que yo hago cada vez que me pongo en la situación de escribir sobre la realidad de mi vida, o de mi vida en tanto realidad: se trata de cumplir con la fascinación que produce, una vez que llega, el recuerdo. Ese punto final de la contemplación desde ahí, el lugar donde terminaba la vista, esa mujer del aviso en el edificio, es la consagración geométrica de esa superficie en la cual me ubicaba, en actitud de descanso, por delante y al costado de las baldosas, del banco de portland, de las piedras del parrillero, de las plantas y las flores, del balcón del cuarto de mis padres, de los sonidos que venían de la calle, de la visión directa de la playa de los Ingleses.

Ese jardín, ahora que lo pienso, era un rincón del mundo, un retiro en el que pasaba la mayor parte del día: ya estaba fuera de la casa, más aún el murito que prolongaba el jardín sobre el vacío. Y en ese lugar, esa visión del universo que, tal vez, sentía como exclusivo: era lo que se podía ver desde ahí, pero también una red de referencias espaciales (más acá, al costado de, por arriba, allá bien adentro, en el horizonte, por detrás de un edificio, entre los árboles, en la bajada de la plaza, al lado de la garita) que organizaban la mirada. A medida que pienso, lo real se traslada a la ficción, a lo que podía imaginar mirando para allá, desde ahí o parado, nomás, al borde del jardín, desde donde se iba la pelota, cuando jugábamos al fútbol y atravesaba la placita de enfrente, llegaba a la rambla y agarraba la bajada, por lo cual yo, por una cuestión de edad (nueve años menor que mi hermano), también entonces tenía que correr, bastante, a veces un par de cuadras, para alcanzarla.

Ahora estoy mirando esa pendiente de hace sesenta y pico de años, pero no me impresiona el tiempo transcurrido sino la nitidez con que reconstruyo la carrera, en pantalón corto, y al mismo tiempo pienso en el título de esto y de la película: Escrito en el viento, dirigida por Douglas Sirk, con Rock Hudson, Lauren Bacall, Dorothy Malone y Robert Stack, 1956. El prestigio de Douglas Sirk, a quien voy ahora, fue algo desconocido para mí por muchos años; todos los melodramas que dirigió en Hollywood tuvieron una impronta de lo que se llama estilo pero también falta de prejuicios para tratar directamente sentimientos, asuntos del corazón, sin intelectualizarlos. O sea, melodramas, con fotografía y música  y panorámicas incluidas, que hacen pensar en una belleza más allá o a pesar de la anécdota, pero que a la vez potencian la anécdota junto con los personajes. Una belleza que después comprobé, amplia, en todo lo que se ve, pero que en ese momento no conocía ni entendía. El título me vino cuando quise nombrar el espectáculo de la rambla, el agua, los muelles de playa Honda, la calle, el viento, en su inmensidad: algo deliberadamente poético, que por lo tanto, por su apertura, se me escapaba, y es el resultado del cruce de esas líneas que veía diariamente desde ahí con un más allá del sentimiento, eso que tienen las reminiscencias cuando golpean pero no se las puede situar en un ángulo preciso de la experiencia. O sea, “escrito en el viento” no dice nada en especial, pero sí en espacial: es un todo del pasado al cual intento llegar desde el presente para que me diga algo, desde una actitud distendida. El modo de la contemplación quedó teñido por la cualidad aérea del título de la película, lo cual me dejó en una situación paradisíaca: la del que escribe con todo a su disposición, amparado en ese paisaje y en esa cualidad. 

(Pero además: hay que escribir lo mejor posible para ser exacto. Si uno consigue ser exacto respecto de lo que le parece que es algo, termina siendo exacto respecto de lo que es. Uno puede encontrar, si trata lo suficiente, la formulación verbal de un estado de las cosas, de una situación, de una manera momentánea de ser, y entonces capta lo que son. En el medio de ese caos de la realidad recordada, se da, no se sabe bien cómo, una lucidez de nombrar, de saber decir qué es eso de que se está hablando sin pretender más verdad más que la subjetiva, la que se verifica, más que en las palabras, en la manera de usarlas, en su orden, en sus acentos, en su brevedad o en su prolongación, en la inclusión o no de un elemento extra que viene a romper la simetría entre el decir y lo dicho; cuando se llega a eso, a ese equilibrio fuera de la cuerda, uno descubre la relación entre el asunto y uno, ve qué es lo que eso tiene de uno, es decir: se pone en juego como sujeto, y las palabras, una oración, una frase, un giro, delinean un espacio en el cual, por la mediación de esa relación con uno, que se puede captar mientras se está pronunciando, se percibe la verdad, una verdad mínima, parcial, que de pronto se vuelve absoluta porque cae sobre la situación y se entiende. 

La cuestión es que la exactitud respecto de esas imágenes, no importa qué tan oblicuamente, qué tan oscuramente pueda percibirse, sea después reconocida por quien la lea; que se entienda por qué se puede decir lo que se dice, por qué se puede traer determinadas otras cosas a colación, por qué el modo de decir, el tono, los sonidos, las imágenes, no podrían ser otros, y entonces pueden expandirse fuera del texto, hacia la experiencia, sin problemas. Hay algo en la experiencia de los lectores con la infancia, con los sentimientos, con el tiempo, consigo mismos, que tiene que ver con las expresiones elegidas, las que salieron a la superficie para decir lo que son las cosas para uno. Escribir bien quiere decir eso, que las palabras encontradas designen algo que no sea solo de quien las usa.)

De acuerdo con el ensayista italiano Pietro Citati, “Como pensaba Kafka, la autobiografía, esa arma del yo racional, no nos permite llegar en absoluto a la verdad sobre nosotros mismos. A esta verdad solo se accede por medio de la autodemolición del yo: o por la metamorfosis impersonal del relato y la novela, donde el yo se disuelve en una trama de relaciones objetivas” (Kafka, Citati, página 161). Es decir, cuando uno habla de sí mismo a través de otras cosas que también son uno mismo, pero se proyectan hacia un afuera impersonal: se narra a partir de esas intuiciones que son de uno casi por casualidad, que no están determinadas por un destino individual, sino que están ahí, a disposición de lo que revelan como un espectáculo tan general como sea posible. A eso llamo situación paradisíaca: lo que escriba saldrá de la nada y quedará en la nada, pero es en el mientras tanto que se juega la vida; al llamarlo así remito la escritura a lo etéreo, y al mismo tiempo a la acción de fijarse en lo etéreo, de producir trazos en el aire al hablar no de eso, del paisaje, sino de la situación misma de escribir sobre lo imposible. Y también está Douglas Sirk, que por otro lado dirige la empresa. En determinado momento se me ocurrió que el gran angular era el lente que convenía a la contemplación de ese panorama mental que evocaba: mirar todo con la misma amplitud y con la misma precisión. En la definición que da Eduardo Russo en Diccionario de cine, es que “El efecto óptico que crean estas lentes consiste en tomar un ángulo visual de gran amplitud y un campo muy profundo, por el cual los objetos lejanos y cercanos a la cámara entran simultáneamente en foco”. Exacto: el  gran angular es lo que, por la vía de la imagen, traslado a la escritura para captar todo lo que entra, cada vez, en un plano, o en una mirada. Lo que está ahí, por lo tanto, tiene que verse en su totalidad. 

Y es lo que dijo Sirk sobre Escrito en el viento: “Casi en toda la película usé granangulares, que posibilitan brindar una aspereza a los objetos y una especie de esmaltado, de superficie dura a los colores. Quise eso para extraer la violencia interior, la energía de los personajes que está en su interior y no puede aflorar” (citado por Eduardo Russo). Lo que dijo a propósito de los personajes de Dorothy Malone y de Robert Stack, sobre todo; ese uso del gran angular para no dejar nada afuera de las pasiones, y para que las pasiones, así, se transparenten en los gestos, las miradas, las figuras, la manera de inclinarse sobre un aspecto del decorado, de iluminar un rincón de la escena. “El deseo de expresar todo parece ser una característica fundamental del modo melodramático”, señala Peter Brooks en un ensayo sobre la imaginación del melodrama, en que habla de la necesidad de pasar de lo visible a lo invisible a ese “todo” que se quiere expresar.  Y eso  puede aplicarse a lo que quiero decir y Sirk interpreta: es escribir sobre lo que ya está escrito en el aire, lo que también está escrito en la vida que había en esos tiempos y en la que vino después. En todo eso salgo de mí mismo para hablar de lo posible, de la escritura que todos llevamos dentro para escribir sobre la vida que todos llevamos dentro.  

El melodrama produce, por sí solo, imágenes invisibles a partir de la exageración de lo visible. No hay un melodrama en mi vida, pero sí en el acto de transmitir la vida como una totalidad: mirar el panorama desde ahí me da la posibilidad de entender cómo el conjunto de lo que se ve, en su espectacularidad, en su inmensidad horizontal, en su condición de línea densa, barroca, que golpea al llegar al aviso de Coca-Cola, es también mucho menos que eso y hace falta escribir para, al menos, tratar de cubrir el vacío que se va formando a medida que giro la cabeza hacia allá. 

La pasión pasa a la escritura como condensación de imágenes, como en Escrito en el viento, pero también en Sublime obsesión, Imitación de la vida, Lo que el cielo nos da,  Tiempo de vivir y tiempo de morir y en muchas otras películas suyas: el melodrama asumido, exagerado, extremo, expuesto, brutal, primitivo, es un movimiento de masas tectónicas del sentimiento que deja ver, como dice él, “la energía… que no puede aflorar”. Lo indecible me mantiene con ganas de escribir. 

Cuando me detengo en detalles del paisaje, en las cosas que veía y hacía en ese tiempo, en todo el material que yo llevaba a esa contemplación desinteresada, tal como la veo ahora, empiezo a entender qué hace el relato con la superficie de lo vivido. No “obligo al pasado a venir al presente”, como dice Annie Ernaux a propósito de su modo de escribir: sobre la realidad. Viene solo, apenas me pongo en posición: acostado, horizontal, en el murito, en lugar de sentado a una mesa. Es cierto que pasaba mucho tiempo en ese jardín;  iba de un lado para el otro, a veces  concentrado en el espectáculo de la rambla, a veces sin mirar nada, pero siempre pensando en alguna historieta que había leído, en alguna serie,  para sacar de ahí otra historia que me iba contando en voz baja. Pasaba de la casa al jardín, de las baldosas blancas y negras y el techo del patio al pasto, al aire libre, que era el lugar donde empezaba el día, un espacio propio, interior, donde cambiaban no solo la luz sino también los sonidos: era como si me metiera en una dimensión desconocida, pero familiar, donde podían vivir los personajes que inventaba, con sus voces, con su mundo particular, apenas desplazados de lo que había leído o visto durante el día. Caminaba por ahí, desde ese primer paso hasta las tunas y las flores a la izquierda, o hasta la curva de la pared a la derecha, o hasta el banco de mármol hacia adelante, contra la pared medianera, como una fiera enjaulada que daba vueltas, no  iba a ningún lado: el espacio interior se ganaba con el ensayo y error de los cuentos, hasta que encontraba un tono por donde seguir el resto del tiempo. Entonces llegaba, para descansar un poco de ese esfuerzo continuo, al murito, y me tiraba ahí  a mirar y a respirar hacia afuera. 

Eso vale como la reminiscencia de todo un tiempo. En ese fondo, además, tarareaba las canciones que escuchaba en la radio o en la televisión (como Ballinger de Chicago o Mike Hammer). También las tarareaba despacio, como para ambientar lo que estaba haciendo sin que se notara, y si podía las integraba a las historias haciendo que algún personaje las conociera, en un golpe de realidad desde adentro de la ficción. Cuando me contaba las historias razonaba en voz alta y hacía crecer el cuento. Pero lo que veía desde el murito era un espectáculo, con su sonido, con sus ángulos, con sus colores, con su textura, que no requería imaginación alguna: simplemente se repetía, día por día, como si el mundo me estuviera esperando con su solidez después de tanta locura. Es probable que, cuando estaba ahí siguiera mascullando alguna parte de la historia que me estaba contando en ese momento, que tratara de conservar la concentración con la cual caminaba, casi en círculos, por el pasto, hasta llegar al cantero que marcaba el límite del espacio. Y después estaba la luminosidad, de primavera o de verano, que se imponía. El brillo del paisaje entero, que puedo ver como el escenario de otra historia, que veía, en esos momentos, más allá de sus detalles: como un cuadro. 

En todo caso, el recuerdo llega. Cuando llega hace que el presente actúe sobre el pasado, que lo interprete de manera instantánea, sin pensar; entonces hace ver cosas que no estaban, inventa la verosimilitud del recuerdo al situarlo, solo, en un contexto nuevo. Como en Escrito en el viento, la película, la cámara cuenta otra historia por el simple método de dejar a la vista no solamente lo que se está narrando sino sus entretelones, lo que no debería estar ahí pero se impone.  Contra el límite del cantero, al lado del murito, se despliega una zona que, vista desde acá, podría llamarse fantástica: una suspensión de la realidad del pasado en favor de la emocionalidad de la mirada. Es ahí donde uno deja de ser uno, que se transforma en espectador de algo más que sus recuerdos puntuales. Porque  los recuerdos puntuales vienen en ayuda de la escritura. Al pensar en ese panorama lo asocio con el cuadro La batalla de Sarandí de Blanes, que vi por esa época, más exactamente en una visita que hicimos en sexto año a la casa de Rivera. Era un cuadro inmenso, que me pareció extraño y fascinante por la acumulación de detalles: cuerpos de gauchos, de soldados, de caballos; cientos de figuras enfrentadas, mezcladas, confundidas,  que ocupaban el espacio de campo justo desde el medio; los colores (marrón, azul, verde) en luchas silenciosas cuerpo a cuerpo; los cadáveres, abandonados en medio del ruido inaudible. 

La  expansión  del espectáculo llega hasta un punto en que se transforma en cielo, como si allí, de la mitad para arriba, se enmarcara el testimonio de la batalla. La impresión que tuve en 1961, más o menos en la época en que me tiraba en el murito, era una fascinación como la que podía tener ante una película (justamente, me acuerdo de Horizontes de grandeza, de William Wyler, que vi muchas veces, en la matinée del Punta Gorda y después);  la inmensidad, la cantidad de relatos, aparecían apenas uno cambiaba el ángulo de mira, y todo metido en un solo punto. Los detalles, los puntos que podía ver en la dirección de los cuerpos, en las expresiones de los caballos, componían el conjunto pero a la vez eran algo en sí mismos, la condensación de un sentido de la muerte que venía de la historia nacional y quedaba ahí, contra la pared del museo, y era de ese mismo Juan Manuel Blanes que ya conocíamos y que formaba parte de la educación escolar, hasta por la carátula de los cuadernos de clase con la reproducción de Tabaré, y de los cuadernos de deberes con La fiebre amarilla. Y en esa grandiosidad en color, los detalles, que no son solo detalles de cada historia mínima que se percibe, sino de algo que está más cerca del observador que de lo observado. 

Cuando miro ahora el cuadro me fijo, tal vez, más en el cielo nublado, que ocupa buena parte del lienzo y crea, a su vez, una atmósfera, un tiempo, la presencia de un narrador omnisciente, externo, que ya estaba ahí cuando empezó la batalla. Como en algunas películas de John Ford que también recuerdo haber visto en aquella época, y varias veces, como Marcha de valientes. No me había acordado de ese cuadro hasta ahora, cuando apareció como una imagen que respaldaba la otra, la que veía desde el murito, y a su vez Marcha de valientes salió del cuadro de Blanes.

Cada párrafo equivale a una salida al campo del jardín, con la consiguiente pérdida y recuperación de la realidad con dos o tres pasos. Yo entraba en otra zona. Me  acuerdo de la sensación de “pasar” al otro lado, del cambio de sonidos, de luz, de aire, de aromas, que se producía apenas pasaba de las baldosas  al pasto; era un deslumbramiento, una salida al mundo de afuera, a la apertura del cielo y de la playa de enfrente que de golpe cambiaba las dimensiones. Yo no lo veía así entonces, pero ahora percibo ese cambio como una marca fantástica dentro de la realidad cotidiana, un golpe de imágenes y sonidos que forma un túnel para pasar a esa zona. A su vez, entrar al jardín era la recuperación de un espacio interno: afuera, el fondo, paradojalmente, era el lugar del interior, del mundo imaginario. Así que cada vez que vuelvo a entrar lo autobiográfico se vuelve fantástico, cambia de género, disuelve la rigidez de los datos, es un viaje en el tiempo (y recuerdo La máquina del tiempo, aquella película con Rod Taylor) durante el cual la realidad vacila sin dejar de ser realidad. Lo que descubre es la posibilidad de convertirse en arte, en ser un discurso sobre el mundo que se sostendrá solo, sin la inquietud de ser cierto o no; esa ambigüedad  es su destino. 

Por encima de las imágenes de La batalla de Sarandí hay otra cosa que se va gestando mientras se contempla, y que sigue mientras se recuerda: es el lenguaje, que se prueba narrando y describiendo las imágenes, dándoles una entidad concreta cuando ya no se están mirando. Durante años no vi el cuadro; tuve, como es usual, recuerdos falsos, y alguna impresión aislada que ilustraba su valor histórico, pero no el estético. Al volver a verlo, con tiempo, recuperé la fuerza del primer golpe, lo que tiene de escenario independiente, de drama que se resuelve en el espacio. Lo mismo que el paisaje visto desde el murito. Y lo mismo que Roberto Calasso vio en La ventana indiscreta, de Hitchcock, al referirse a la visión del personaje de James Stewart por la ventana: “Esas imágenes rectangulares no son reales, son hiperreales. Tienen la cualidad alucinatoria y esmaltada de las calcomanías. Tal es la evidencia de esos rectángulos (aún más imperiosa de noche, cuando se recortan contra un fondo de tinieblas) que empezamos a preguntarnos: ¿dónde estamos realmente? Y aparece la sospecha: tal vez la ventana donde está apostado el fotógrafo James Stewart con su pierna enyesada no da, como toda ventana ingenua, a un exterior cualquiera. Tal vez –y ya lo indica su título en inglés, Rear Window– es una ventana que se abre a lo que siempre está detrás del mundo: el escenario de la mente” (páginas 86-87 de Allucinazioni Americane).  O sea: lo que se ve, o lo que se recuerda de lo que se ve, pasa a ser, como en esa película, no un registro de lo real sino algo imaginario y preparado, una puesta en escena que está muy lejos de ser ingenua, muy lejos, como en este caso, de ser un reflejo de la realidad que se retiene por fragmentos. Lejos de ser un error, esos fragmentos serían el logro mayor de cualquier escrito “del yo”. Cada fragmento, cada etapa del recuerdo es una construcción de otra cosa, con un significado que no se puede “recordar”, sino que se debe crear a partir de lo que uno dice, o escribe, que son. Eso es lo hiperreal: lo que está por detrás.

Me detengo por un instante, no para pensar en lo que estoy escribiendo sino para redactarlo: es la parte más difícil, la de poner las cosas en orden junto con las palabras en orden, en un orden que responde a un plan casi invisible. Cuando se redacta se hace aparecer el plan, o al menos uno piensa que lo hace aparecer, tal vez antes de tiempo. Para no redactar se habla del asunto, de manera casual, como para convencerse a uno mismo primero, se cuentan las alternativas, las circunstancias favorables; se aumenta el grado de singularidad de la idea, pero eso no tiene futuro: lo que se hace en realidad es dejar todo, cada vez más, en una penumbra a la que contribuye, tal vez, este tipo de escrito, que parece necesitar siempre una justificación mayor para existir.

Si bien el panorama de la playa inmensa y el cielo inmenso no deja ver, por ahora, detalles, de pronto me sorprende uno: la certeza de ir caminando por las cuadras que iban desde mi casa hasta Malvín, por la acera frente a la rambla, y ver la arena que volaba desde la playa y se colaba entre las baldosas y en las bocacalles. También alrededor de las palmeras pequeñas que bordeaban el camino. Eso es un primer plano que se alterna con el plano general de la visión, inmóvil, desde ahí, desde donde me sitúo. La luminosidad, el brillo, la nitidez, hacen que los hechos que imagino se transparenten en la superficie esmaltada de la alucinación temporal. Caminar por esas veredas era como estar en la playa: se mezclaba la arena con el pasto y producía una impresión de lugar agreste, primitivo, de mundo antiguo, de los años cincuenta en realidad, por donde cada tanto pasaba un ómnibus, que estaba regido por otras reglas temporales. Estoy entrando, por eso, a otra realidad, y en ese desplazamiento, desde las baldosas de la entrada de mi casa al jardín, y desde ahí hasta este momento, se va armando un mundo ficticio a expensas del real. Cuando entraba al fondo seguía estando en mi casa, y al mismo tiempo estaba afuera. Ese es uno de los ángulos del tema. El afuera es el envés del adentro. Uno puede entrar ahí por medio de la escritura, del trabajo artesanal que se ciñe a la fantasmagoría de las imágenes del recuerdo. Que ya no es recuerdo, sino inserción de momentos en los que se juega mucho más que la retención de datos del pasado.

Roberto Appratto (Montevideo, Uruguay, 1950)

Narrador, poeta, profesor de Literatura y coordinador de talleres de escritura, de lectura y de cine. A lo largo de cuarenta años ha publicado doce libros de poesía, entre ellos: Velocidad controlada (1986), Arenas movedizas (1995), Lugar perfecto (2011) y Mi versión de los hechos (2020). También varias novelas breves en las que se cruzan el ensayo y el relato autobiográfico, como Íntima (1993), Mientras espero (2016) y El origen de todo (2020). Íntima y El origen de todo, dedicadas a su padre y a su madre respectivamente, fueron editadas juntas por el sello chileno-argentino Bulk, en 2021. Sus libros han recibido premios de la Intendencia Municipal de Montevideo y del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay. El texto publicado forma parte de la novela Escrito en el viento, aún inédita.
Foto: Archivo personal

    

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