No tengo amigas, tengo amores.
Mariana Komiseroff
Llegué a La Pampa huyendo. De la pandemia en 2020, parece ayer, de Buenos Aires y de la que yo era en aquel momento. Me instalé en Toay, el pueblo donde nació la poeta Olga Orozco. Su casa, ahora museo, queda a ocho largas y arenosas cuadras de la mía. Mi esposa y yo pusimos una librería cooperativa que fracasó. Es lógico, a quién se le ocurre emprender un proyecto cultural en estos tiempos.
El amor por la lectura persevera y encuentra formas, nunca lucrativas, de tejer vínculos, a veces impensados, entre lectoras. Una vez por mes, religiosamente nos reunimos en ese espacio de la casa que antes fue la librería y compartimos la lectura de algún libro. No lo buscamos, pero somos todas mujeres. Hay una profesora de matemáticas, una bióloga, una comunicadora social, una mujer que hace dos años cuando comenzamos se disculpó porque se estaba recuperando de un problema de salud mental y eso le impedía concentrarse en la lectura. Hoy festeja sus veintidós libros leídos.
Si bien todo aquello que trate sobre maternidades conflictivas me concierne, cuando mi suegra, que también participa del club (es la bióloga), me recomendó Como si nada llorase en el monte de Ángeles Alemandi, estaba más atenta a este tipo de recomendaciones. A mis manos caían ensayos y ficciones al respecto y a mi celular las noticias más atroces de maltrato infantil porque yo estaba escribiendo un libro de no ficción sobre un filicidio en Santa Rosa, la capital de la provincia, que dejó en vilo al país a fines del 2021.
En el pueblo donde vivo los pájaros, las vacas cuando paren, el viento y los perros que insisten con sus ladridos a la hora de la siesta modelan el silencio. En términos de especialistas de sonido el room tone, silencio de sala sería la traducción, el ruido ambiente, que los y las expertas graban para que los silencios suenen más naturales. De esta experiencia se desprende que todos los silencios se parecen, pero no hay ninguno que suene igual a otro.
El cielo en el campo de La Pampa es una contradicción que asfixia en su grandeza. No es el mismo que en otra parte del mundo que conozca. Acá, como en cualquier otro pueblo de Argentina, es común que los y las adolescentes cuando terminan el colegio migren a estudiar a las principales ciudades del país. Hacer el camino inverso es para adictas en recuperación. La ciudad de Buenos Aires es un vicio difícil de dejar que marca no solo el ritmo de vida de las que escriben/escribimos, sino también la gramática. ¿Es posible escribir en este aburrimiento mortal?
Algo así debe haberse preguntado Ángeles Alemandi. La autora es santafecina, pero vive en General San Martín, otro pueblo de La Pampa que al igual que Árbol Blanco, el pueblo de la novela, organiza su actividad comercial alrededor de la salina explotada por una empresa extranjera. Se escucha el silencio del pueblo en las páginas, lo conozco, vivo en uno similar. No es posible lograr sonido con palabras sino a través de audacia para manejar el lenguaje de una prosa poética precisa, económica.
El pueblo de la novela es seco y árido como éste, como el de Ángeles. En épocas de sequía ni la gota de una lágrima moja la tierra seca, muerta, árida del monte.
La de Ángeles Alemandi es una novela sin tiempo suspendida en un abandono como sus protagonistas, madre-hijas. No hay tecnología que complique las comunicaciones, el teléfono de línea de una vecina basta para avisar al padre que trabaja cosechando la sal, que la niña ha nacido.
El llanto de vida lo inunda todo. Los gritos no paran, ni van a parar nunca. El grito corta el aire con la certeza de que nada volverá a ser igual. Quizá tiene mal de ojo, arriesga la curandera, pero nadie más que la madre la ha mirado. La curandera, única amiga de la madre desesperada, se dispone al rito de curación, lo lleva a cabo como puede porque la criatura no tiene nombre. No funciona. Nombrar es un riesgo que la madre todavía no quiso o no pudo asumir.
Pocas cosas seguían en pie desde que la había parido, de a ratos no sabía ni quién era ella misma, no se acordaba más lo que era dormir de corrido, no comía un plato caliente desde hacía cuánto. Convive con la ferocidad de su cuerpo, que chorrea leche, y con el cuerpo de esa hija que chorrea amargura.
Quizá es pata de cabra, o un graznido de mal agüero, ese lamento inagotable no puede pronosticar buenos tiempos. Es misterioso el llanto de la niña, que crece y será una mujer que siga llorando, un gesto de realismo mágico oscuro. Qué terror genera la incertidumbre de aquello que se intuye y no puede ser nombrado.
Conocí a Ángeles en una entrevista que nos hicieron en la Feria Provincial del Libro de La Pampa. Ya había leído su libro y estaba fascinada. Mientras yo romantizaba la vida en el campo y citaba a Olga Orozco, donde la hierba aúlle sus endechas de nodriza loca, para hablar del sonido del viento acá, Ángeles contó que odió mudarse a donde vive, lo hizo por esa cosa que las feministas insisten, insistimos, en llamar brecha salarial, techo de cristal, etc. Su marido, sencillamente, ganaba más que ella y por eso se mudaron. No es muy difícil ganar más que una escritora, digámoslo.
Lo que más me cuesta de vivir en un pueblo es la falta de vida cultural, dijo ella. Lo que a mí más me cuesta es hacer amigas, le respondí yo.
La amistad entre mujeres, ese vínculo que nos ha salvado la vida y que siempre ha quedado jerárquicamente por debajo del resto de las relaciones (primero la pareja, después los hijos y el resto de la familia) es vital. Perder amigas a lo largo de la vida implica siempre un duelo que la sociedad no está dispuesta a aceptar. ¿Con quién hablo del dolor de perder a una amiga? ¿O de no tenerla cerca? De nada de esto se trata la novela, pero sí. La madre y la curandera se entienden en la soledad, la espera y la desesperación. Son amigas, aunque no hayan nombrado a ese vínculo con esa palabra. Ángeles y yo, nos prometimos amistad a pesar de los doscientos kilómetros que nos separan. Somos exiliadas por elección de la ciudad. El silencio, o el aullido de la niña de su novela posible de ser grito de manada, el campo y la literatura nos dieron la excusa. Un conjuro, una promesa, otra vez el poder de la palabra. Las mujeres hacemos manada, en este momento histórico, a partir del grito y no del silencio. Hay que cuidar ese derecho a decir que todos los días el libertarismo amenaza con sacarnos.
¿Qué resuelve un llanto? El llanto es un abismo, un quejido desprovisto de palabras, un agujero negro previo a la explosión de lenguaje. ¿Qué intuición oscura y de mal agüero intenta pronunciar con su único idioma la criatura? Las posibilidades que no se nombran son infinitas y lo inagotable es siempre, sobre todo si se trata de niñas que serán mujeres, sino aterrador, inquietante.
Es aterrador ese llanto perpetuo para la madre primeriza y para el pueblo. Es aterrador una madre que no sabe cómo querer a la cría que hizo con su propio calcio, que hasta recién estaba dentro de ella y ahora desconoce. Aterra como aterran las revoluciones antes de desatarse. Es una niña la que grita.

Mariana Komiseroff (Buenos Aires, 1984)
Escritora. Publicó los libros Fósforos mojados (Suburbano Ediciones, 2014), De este lado del charco (Editorial Conejos, 2015), Una nena muy blanca (Emecé, 2019), Györ Cronograma de una ausencia (Patronus, 2022), La enfermedad de la noche (Penguin Random House, 2023). Su libro de no ficción Bestias perfectas. El caso Lucio será publicado durante 2025 por Emecé.
Foto: Pilmaiquén de la Cruz

Qué hermoso reflexión. Exquisita novela. Aquí, otra exiliada por elección, desde Esquina.