Una caminata discreta

Una caminata discreta

Pía Bouzas

 

Cruzamos las calles a paso rápido, bajo un sol tempranero, mochilas en la espalda y un cielo abierto como una promesa. Llegamos a la parada 10 minutos antes del horario pautado en la grilla. En la garita donde esperamos el micro hay un asiento largo de madera y una leyenda pintada en los listones que dice: Wallmapu territorio ancestral. Resulta oportuna la pintada, una afirmación de identidad y un señalamiento, para ciertos turistas, inentendible; para ciertos argentinos, molesta: ¿Wallmapu? Sí, el territorio a un lado y otro de la cordillera en visión mapuche. El micro nos lleva a Warthon, la entrada al parque nacional de donde arrancan los senderos que recorren varios cerros y que en el verano visitan miles de veraneantes siguiendo una ruta de trekking que recorre los refugios como mojones: La playita, el Cajón del Azul, Casa de Campo, Los laguitos, Hielo Azul. 

Nuestra caminata es discreta pero a fondo: serán tres o cuatro horas a partir de la confluencia del Río Azul y el Río Blanco, por una senda florida, un bosque poderoso y fuerte de cipreses, coihues, arbustos bajos y en la base helechos; helechos crecidos o creciendo, pegaditos a la tierra. Un sinfín de helechos. Tanta es la humedad de la zona, por las lluvias y los ríos que bajan de los glaciares relativamente cercanos y la circundan, que los helechos asoman de todos tamaños, los hongos crecen de las ramas caídas, se multiplican las flores y las espinas y se entiende muy bien el cartel que advierte “Prohibido llevarse flora del lugar”. Dejar los suvenires adonde pertenecen, afincarse en la experiencia.

Decir que se llega al Cajón del Azul no implica decir que se alcanza una cima, un promontorio, ni siquiera un punto sobresaliente de vista panorámica. No se llega a esa imagen del caminante europeo del siglo XIX, que de pie sobre una roca domina el paisaje a sus pies. No, nada que ver. Hay claros en el bosque, un río tumultuoso, una pasarela, pozones. Pero es probable que muchos turistas lo vivan así: coronación del ascenso, foto documental, bajada inminente, cerveza en la cervecería más cercana y un vivo en IG: dejamos la ciudad solo para volver a ella. Por suerte es diciembre y somos pocos los que andamos por la senda. Y no es que yo tenga particularmente una postura incómoda respecto del turistear, pero una cosa hay que admitir: en montón somos una horda zumbona, destructora. Potenciamos el peligro que acecha de manera permanente al bosque: el fuego. Intencional o por accidente: una pira preparada para encenderse o un fogón mal apagado, cables de electricidad viejos y pelados, más temperaturas extremas, o vientos muy fuertes y tormentas eléctricas; la combinatoria de varios factores. Y es que caminar por la montaña, hasta hace unos años de poca prensa entre los veraneantes, ahora es trendy y los senderos, objetos de consumo. 

El Cajón está como escondido, un secreto que se deja ver pero que podría pasar inadvertido si alguien cruzara la pasarela sobre el río y siguiera la huella por el centro del bosque. Caminar en la montaña tiene algo de caminar sobre el tiempo. Para llegar hay que remontar la corriente como salmones hasta la embestida de las paredes, el punto donde las paredes alguna vez estuvieron unidas (o fueron una, o fueron casi una) y producen el angostamiento máximo del cauce. Hay un tajo entre ambas, una garganta, y el agua incontenible que golpea, horada, salta por los rápidos que desembocan en el pozón de aguas verdes -profundas y heladas- antes de seguir río abajo entre más rocas y otros saltos. Un cartel advierte “Peligro de desmoronamiento y precipicio, no pasar”. 

Todos pasamos, por supuesto, es la única manera de acceder a la vista. El precipicio no es tal, solo una pared muy expuesta, pero de roca firme. Y entonces ocurre: uno se queda allí con los sentidos bien abiertos. Y uno no sabe qué pensar. Sencillamente hay que observar, escuchar, detenerse. Y eso hacemos.

Una familia tipo -mamá, papá, hija e hijo adolescentes- avanza hacia el mirador armando una cadena de manos. Han leído de manera muy literal. El padre es quien más se asoma. La madre tiene un rictus de miedo en la boca pero curiosidad en los ojos, los hijos no quieren ni siquiera asomarse. La roca es firme, le comento, y ella entiende: no es para tanto el alboroto del cartel. Se van animando, pero la cadena de manos se mantiene cuando es el turno de las fotos individuales, como si la caída de agua tuviera una fuerza magnética de atracción fatal o abducción. 

A unos metros hay un segundo mirador apenas más elevado; allí ocurre lo opuesto: una joven enfrenta el vacío en la parte máxima de las paredes, mide la distancia como si quisiera saltar de una pared a otra, va donde el grupo, regresa, baja por el filo hasta una planicie angosta donde se sienta, sus piernitas colgando en el aire. 

Me pregunto cuánto habrán de medir estas paredes: ¿50 metros, más? No sé calcular. Están cinceladas con filo, pero también con formas onduladas, curvilíneas. En la base distinguimos cavidades, pequeñas cuevas quizá, ¿qué fuerza pule así tamañas rocas? Las paredes están pobladas de árboles. Los cipreses -la refugiera nos dice más tarde- echan raíces en cualquier intersticio de la roca y crecen. No así los coihues o los maitenes, ellos necesitan más humedad en la tierra. Y sí, hay cipreses que parecen colgar hacia el río, y algunos bien jóvenes que en la cima se recortan directamente contra el cielo. Y está el agua. El agua ahí como una fuerza insuperable, violenta, en permanente ebullición helada, sonora hasta ensordecer. Su voz es una lengua de fuerza.

Pienso en el tiempo largo de la roca y también se me vienen a la mente ciertas palabras: ngen ko, ngen mawiza, ngen winkul, tal como llama y entiende la gente mapuche las formas y fuerzas de la vida (el agua, el bosque, el cerro). Lewfu, trayenko, pu wüfko, pu witrunko, lafken; el río, la cascada, las vertientes, los arroyos, el lago, son a la vez la fuerza del agua y el guardián de esa fuerza de la naturaleza: ngen ko. Mantienen el equilibrio vital del espacio y entre los seres: no son dioses, son fuerzas; no habitan en, son. 

En nuestra lengua es difícil expresar esa idea, nuestra sintaxis y nuestra cosmovisión separa mundos y agencias: humanos, animados e inanimados, etc.; establece jerarquías: el sujeto y la acción ordenan, exigen predicación, instalan dependencias, subordinaciones. Nos cuesta mucho entender la fuerza como una fuerza pura. La idea animista o abstracta de algún dios asoma rápido como traducción posible y nos despista. Como si padeciéramos de un antropocentrismo fatal. Hay que darle vueltas para llegar a una percepción como la mapuche, una vuelta filosófica y poética; es decir, desandar la lengua y el pensamiento normalizado. Se hace y se ha hecho, pero cuesta. Se me ocurre que pocos son los verbos que usamos cotidianamente en los que la idea del yo dijo me rindo: llueve, nieva, truena… quizá algún otro. Pero al estar ahí, en ese territorio vital, se entiende perfectamente ese rasgo del mapudungun, se siente la verdad que trae esa concepción diferente, se lo aprecia mucho, se lo requiere para decir mejor. 

Mi joven compañero mira el paisaje y capta al vuelo -como por primera vez-; algo esencial: “nosotros ahora acá, pero cuánto tiempo este paisaje”, dice. La potencia del presente y el tiempo largo, como una falsa ambivalencia. En los museos de ciencias naturales cuando intentan graficar la distancia y la diferencia entre el tiempo geológico y el tiempo humano llegan a unas proporciones que por exceso de especificidad se nos vuelve inútil; nadie puede imaginar de verdad la millonésima fracción de un segundo en relación a cientos de miles de años, y volvemos a lo mismo: somos el centro. Pero hay otras maneras. Como decían mis amigos escaladores y en criollo: la montaña te ubica de una. A veces te deja subir, casi siempre te recuerda lo chiquito que sos. 

Algo del pasado nos susurra. Las huellas de las personas que caminaron por este bosque hace miles de años. Hay nombres tan evidentes (tomo los más cercanos a la zona) que no escuchamos lo que nos dicen: Puelo, Epuyén, Piltriquitron, Cholila, Maitén. Se sabe: hay data arqueológica y hay pinturas rupestres, por si no creyéramos en los arqueólogos pero sí en los sitios de turismo, que en estas tierras hubo pobladores cazadores y recolectores estables desde hace por lo menos 2000 años.

Mujeres, chicos, familias que al ritmo del invierno o del verano subían, bajaban, llevaban sus animales, cruzaban por pasos cordilleranos a un lado y otro, a sus sitios de invernada o veraneada. Y mucho antes pasaban la noche en cuevas. El fuego que hacían ha dejado una huella intensa, una resina negra que impregna aún hoy las paredes y nos conmueve: indicio sensible de la vida en comunidad. Errancias estables guiadas por el clima; no imagino una manera más inteligente de habitar estos territorios del Sur.

¿Será que esa memoria ancestral guía nuestras ansias de caminar, la empuja como una huella genética? Al mundo se lo conoce de a pie, dice Werner Herzog en muchos de sus textos. Hay que entrarle caminando, a paso largo. Y entonces el tiempo hace su trabajo en el cuerpo, predispone los sentidos; el yo y sus biribiri aflojan. El bosque va puliendo todas las aristas. Luego hay que quedarse ahí, bajar con las horas. Ir de nuevo del refugio a la pasarela, observar la caída de la luz, el río que recupera su soledad. Pasar la noche, recibir el sol en plena cara, llenarse de aire ligero, agradecer, agradecer dos veces (sí, mucho por agradecer). Y ahora otra vez caminar más sueltos por el bosque y agarrar una picada al filo del río, seguir las señas rojas pintadas en los árboles o piedras, las paredes a filo contra el río, en el lecho rocas inmensas, lustrosas, y la corriente que las serpentea, les da una vuelta alrededor, arma y desarma espuma y revoltijo de aguas. Así hasta que llegamos al lugar donde empieza el encajonamiento. Y recomponemos la secuencia, vemos el camino recorrido. La hondonada, las aguas quietas presionadas por las paredes; cada pared facetada a distinta altura, con una serie de rápidos, como escalones que van bajando y aceleran el cauce del río. El ruido del agua puesta en movimiento golpea. El agua es potencia pura, energía violenta, como el magma de un volcán; la fuerza y la guardiana de la fuerza. Ngen ko, dicen los mapuche. Y con su lengua aciertan. 

Ahora bien, el fuego ha arreciado este verano. El itrofill mongen, todas las formas de vida en el territorio, han sido afectadas. Fragilidad extrema. El fuego pasó por la senda que describí en este texto, y algunos paisajes han cambiado drásticamente o ya no están. Dicen que el bosque tardará años en recomponerse, doscientos años, será distinto: el tiempo de la vida también es un tiempo lento, muy lento. Potente y frágil a la vez. Quizá podamos cambiar algo nuestra lengua y pensarnos así: bosque, montaña, río.




Pía Bouzas (Buenos Aires, 1968)

Es autora de los libros de relatos El mundo era un lugar maravilloso, Extranjeras, Un largo río, Una fuga en casa y Mundos en disolución (2023); también del poemario Rutinas materiales (2023). Con Eduardo Muslip trabajó durante varios años en el archivo de Hebe Uhart. De ese trabajo surgieron dos compilaciones inéditas de la autora, publicadas por A.Hache (2025). Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente enseña literatura y escritura creativa en la Universidad de las Artes y en NYU Buenos Aires. Aunque su vida es muy urbana, cada vez que tiene la oportunidad prefiere caminar por bosques y montañas.
Foto: Mailén Albamonte

 

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