Verano

Verano

Lila Gianelloni

Vladir salió de la casa con la pala de punta apoyada en el hombro y en la mano un gran pájaro muerto que traía agarrado de las patas. Todavía estaba oscuro. Atravesó un jardín de malezas y se paró frente al yuyal que rodeaba la casa. Puso el pájaro en el suelo. Clavó la pala en la tierra y sacó unos terrones negros que dejaban las raíces a la vista. La luna brillaba. Cada tanto, Vladir se secaba el sudor. Sonó el teléfono en la casa. Estaba lejos pero se escuchaba claro en el silencio de la aurora. La campanilla volvió a sonar en el vacío como el canto de esos pájaros solitarios que echan un agüero o como un hombre que se hablara a sí mismo, o que hablara donde ya no hay nadie. Vladir removía la tierra; volvió el silencio. Se escuchó otra vez el teléfono. Espantó los mosquitos con el dorso de la mano y siguió punteando, ahora en un lugar preciso, debajo de una encina; cavaba un pozo. Un gallo cantó a lo lejos, a intervalos cortos y eso anunció la salida del sol. Astore debe haber llegado, dijo Vladir en voz alta.

Esperaba el regreso de su hermano; en los últimos días había estado pensando en este momento. Hacía años que Astore se había ido lejos y él había permanecido. Cuidaba a la madre. No la había dejado sola ni un momento desde el día en que ella subía por la escalera apurada y se cayó. Vladir no estaba, había ido a hacer algo fuera de la casa, no se acuerda qué, pero no se lo había perdonado a sí mismo; de estar cerca ese día, dijo, hubiese impedido la fatalidad. Se puede atajar lo fatal o lo que parece inevitable, aún el devenir natural de las cosas, cambiar su curso, detenerlas, como se construyen diques a los ríos, eso creía y eso lo tenía en vilo. Su sueño era liviano y su día un constante vigilar que nada se salga de cauce. La madre no había vuelto a caminar. Y así, con un tropiezo tonto, un día cualquiera, empezó la declinación de una vida, había dicho Vladir a su hermano unos meses atrás, cuando hablaron por teléfono, antes que se desencadenaran los acontecimientos. Era fácil suponer que pasaría esto, dijo su hermano. ¿Qué más tendría que haber hecho, Astore? dijo Vladir. No sé, estoy lejos, tenés que hacer lo que sea necesario, dijo su hermano y cortó. Ese día Vladir se fue al campo y no regresó hasta el anochecer. 

Al principio, Vladir se ocupó de invitar vecinas, amigas, viejos conocidos, parientes. Un día, ella dejó de participar como antes en las conversaciones. Hablaba poco y se notaba que su pensamiento, tan vivaz cuando estaba parada en sus dos piernas, se había anquilosado, apelmazado con el paso de los días en la cama. O tal vez se aburría. Una vez, se hizo la dormida y las visitas se sintieron incómodas y se fueron. No mostró ningún interés en recibir a las pocas personas que llegaban a visitarla, excepto cuando iba su amigo León, que era psiquiatra o psicólogo, Vladir nunca lo supo, podría ser las dos cosas. León venía cada tanto desde mucho antes de la caída. 

Ella dependía enteramente de Vladir, que no tenía otro interés que cuidarla y de ocuparse de la casa que era enorme. Él se esmeraba en estas tareas, pero pensaba a veces, de forma retorcida, casi siempre después de haber hablado por teléfono con su hermano, qué pasaría si él no hubiese estado asistiéndola. ¿Se hubiera arreglado sola? Pensaba que tal vez su madre hubiese intentado un movimiento, por mínimo que fuera, en fin, una maniobra que la devolviera al fluir de la vida. Al llegar a este punto, Vladir alejaba toda duda con un movimiento de la mano en el aire, como espantando unas moscas y pasaba a enojarse ¿cómo podría ser tan desagradecida? Otras madres envidiarían su situación. Él era el hijo que una madre desearía. 

Las lombrices se arqueaban entre los terrones negros, huían del sol recién salido de la noche que iluminaba apenas el claro que se había formado alrededor de la encina. Vladir se agachó a observar de cerca un grillo topo. Lo puso en la palma de su mano. El teléfono volvió a sonar dentro de la casa. Vladir dejó el grillo en el tronco del árbol. Astore debe estar en la estación. Esperando.

En la primavera ella tuvo una crisis. El médico venía a la mañana; una enfermera se instaló en la casa y León la visitaba todos los días. Vladir ponía a su hermano al tanto por teléfono, pero Astore decía que era un movimiento de gente exagerado alrededor de la madre. Un mediodía caluroso, de principios del verano, por fin, ella y Vladir se encontraron solos, él se acercó a su madre y le agarró la mano. La veía mejor y volvían las costumbres: tomar unos mates a la hora de la siesta antes de irse al campo, contarle una parte de lo que hablaba con su hermano, el precio de la cosecha o el tamaño de un chancho recién nacido. De eso hablaba Vladir. Una de esas tardes ella dijo que escuchaba ciertos ruidos a distintas horas del día, sobre todo en el techo. La naturaleza le causaba temor, dijo, y enumeró: hormigas, ratones, alacranes, arañas, cascarudos, avispas camoatí y sobre todo murciélagos. Las palomas le parecían ruidosas. Los gatos le daban alergia. Los perros, lástima. Si Vladir estaba cerca, parecía sentirse tranquila, pero si se iba al campo y ella quedaba con alguna otra persona por unas horas, se impacientaba. Vladir trajo un carancho. Un ave rapaz, de mala fama. Durante un tiempo se dedicó a domesticarlo. Logró que viviera en el techo, del lado de afuera, donde el pájaro hizo su nido desprolijo, de carancho. Su presencia sirvió para ahuyentar cualquier otro animal. Con él en la casa, ella estaba tranquila. Uno de esos días, a media mañana, sonó el teléfono. Era Astore, dijo que llegaría a mediados del verano. 

Todo parecía marchar bien. Ese mismo día, cerca de medianoche, sonó el timbre. Vladir encendió la luz de la entrada y miró hacia afuera por la ventana de la sala. Era un hombre que había visto llegar unos días antes en un camión de mudanzas y que había bajado unos pocos muebles en la casa de al lado, una casa deshabitada hacía años. Durante las noches siguientes, el nuevo vecino dejó las luces encendidas y las ventanas abiertas; una madrugada salió al jardín y cortó el pasto; durante el día, cerraba las persianas y la casa permanecía silenciosa. Vladir abrió la puerta de calle. El vecino dijo que él vivía solo, que no se metía con nadie y que no le gustaban los caranchos. Según él, eran pájaros sucios, carroñeros y un mal presagio. Se fue sin saludar. Esa noche, Vladir se quedó despierto. Cada tanto miraba hacia la casa vecina. Corrió las cortinas de todas las ventanas, dio varias vueltas por el jardín. En el yuyal cantaban las chicharras. El lugar donde vivían era alejado. Los últimos vecinos se habían ido hace años a vivir a la ciudad. La terminal de ómnibus estaba a dos leguas. El silencio y la oscuridad hacían que cualquier sonido o luminosidad se amplificara como si estuviera anunciando una tormenta. El carancho se mantuvo a su lado todo el tiempo, los dos despiertos hasta el amanecer. 

 

El carancho era de buen porte, de plumaje brillante, con un pico afilado. Vladir se encariñó con él. Algunas veces abría la ventana y dejaba que entrase a la casa mientras su madre dormía. El carancho volaba desplegando sus alas por la hilera de habitaciones y se posaba en los respaldos de las sillas y sillones, clavaba las garras en la pana y el brocato.  Reconocía la voz de Vladir y obedecía órdenes. Comía de su mano. Si el vecino salía de su casa o andaba cerca, el carancho pasaba a la cocina y se quedaba parado en un travesaño cercano al techo. Una tarde, Astore llamó por teléfono, estaba enojado y armó un lío. ¿Un carancho llevaste a la casa? ¿Qué tenés en la cabeza? Dijo. Se había enterado de alguna forma ¿Cómo? Alguien le habría ido con el cuento. 

León vino de visita. Trajo un bizcochuelo; siempre que venía se sentaba en los pies de la cama de ella, que era de dos plazas y media, y hablaban hasta que se hacía de noche. Ella contestaba con frases cortas, pero parecía siempre interesada en la charla y cada tanto, sonreía, lo que era raro en ella. A veces, León le dejaba algún libro en la mesita de luz. Esa tardecita, a eso de las siete y media, los tres tomaron vino y probaron el bizcochuelo. El mantel tenía manchas viejas. El día de la caída de su madre, Vladir había encontrado dos botellas vacías en la cocina y una mancha de vino en el mantel. León ya se había ido, ella estaba en el suelo, al pie de la escalera. Un mal paso, había dicho el médico que la atendió. Vladir dejó el vaso de vino en la mesita de noche y dijo que era tarde, que ella tenía que descansar. León se levantó, se pasó la mano por las arrugas del pantalón y se acomodó el pelo frente a un espejo. 

– Ya me iba.

Vladir abrió la puerta de calle.

–  Te acompaño – dijo. 

Antes de bajar los tres escalones que llevaban al jardín, agarró un bastón con empuñadura plateada que era de un abuelo o un tío, que colgaba de un gancho y que estaba de adorno. Chistó; el carancho abandonó el nido y voló sobre ellos. Iban por el camino de lajas, León unos pasos adelante. Era una noche azulada de estrellas, fresca, llena de mosquitos. Vladir dijo que lo mejor era que él no volviese, que a ella estas visitas no le hacían bien. Iba golpeando el bastón en el suelo, no demasiado fuerte pero sin interrupción hasta que llegaron a la calle. El carancho se posó en el portón de hierro. La luna alumbraba el camino de piedras. León se dio vuelta, miró a los ojos a Vladir y dijo que quería que le prestase atención: el día del accidente, en el momento en que ella se cayó él estaba en la radio haciendo su programa. Los oyentes estaban de testigos. Hasta mañana, dijo León. Se subió al auto, arrancó y levantó una polvareda. El carancho voló hasta un cedro azul que está en la vereda. El vecino había encendido las luces de afuera de su casa. Vladir lo vio salir a la galería. El carancho graznó y voló en círculos. Sus alas desplegadas y la cola como un gran abanico. 

Un rato antes del amanecer, sonaron tres disparos, al último le siguió un golpe seco; algo cayó en el jardín. Vladir se levantó de la cama, salió en la penumbra del fin de la noche y el anuncio del día, caminó como un fantasma alrededor de la casa. Debajo de una ventana estaba el carancho muerto. Abrió la puerta de adelante y lo puso adentro de la casa, sobre el piso de mármol del zaguán y agarró el bastón. Caminó entre los yuyos, en la oscuridad, levantó el alambrado y pasó a la casa del vecino. Lo encontró en la galería. La escopeta estaba apoyada en la pared. Vladir levantó el bastón y lo golpeó hasta que el vecino cayó en el suelo. Todavía era de noche. Vladir entró en la casa, fue hasta la habitación de ella y la miró. Dormía. Se acercó a la cama. En unas horas llegará Astore, dijo en voz baja. Con cuidado, cerró la puerta y fue hasta el zaguán. Se agachó donde estaba el carancho, apartó la vista de la cabeza rota, de las alas rígidas, de su desvalimiento; lo agarró de las patas y salió.

 

Lila Gianelloni (Rosario, 1960)

Escritora, docente y actriz. Publicó los libros de cuentos Lobo, Mapamundi y Camino a casa. Participó en el libro de escritura colectiva Pequeño diccionario de las cosas que nos gustan. Fue una de las creadoras de la revista literaria La pasquina. Por estos días se encuentra trabajando en la corrección final del poemario Una casa sobre palafitos y también en un libro de fotografías y escritura, sobre los enigmas alrededor de la vida de Ricardo Puppo.
Foto: Isis Milanese

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