Yo miraba a las nubes moverse

Yo miraba a las nubes moverse

Fragmentos de un diario de viaje a Salta y Jujuy.

Daniel Tevini

 

Mañana partimos, finalmente nos vamos a encontrar en Aeroparque.

 

Confitería Atalaya. Las medialunas gomosas, desabridas. No tienen nada del recuerdo de infancia. Fuimos ahí casi por cursilería, por repetir un gesto. Todas nuestras vacaciones comenzaban con esa parada en la ruta 2. Cuando aún no nos conocíamos, los dos ya íbamos año a año a Mar del Plata. Ahora estamos por salir en un vuelo que nos llevará a Salta, previa parada en Mendoza, nos confundimos al sacar el pasaje. Las low cost tienen demasiadas opciones y nos mareamos. Nos reímos. Linda palabra cursilería, me gustan las palabras medio en desuso. A mí también, dice.  

 

El viaje es tranquilo, el avión casi como si nadara sobre un mar calmo, sin movimientos. Claro, flotamos. Se me vienen a la cabeza los conquistadores, hace unos días estuve pispeando los diarios de Colón. Las naves plácidas sobre el mar cálido. ¿Qué habrán pensado de un mar así? La nuestra también quizá vaya a ser una especie de conquista: la misma inutilidad, el mismo desconcierto, acaso la misma soberbia. Se escucha maniobrar al tren de aterrizaje. Entrados en el siglo XXI, los sonidos que hace son los de un mecanismo de los años 60: toscos, primitivos. Nos miramos. Él es un aficionado a los aviones, alguna vez soñó con ser piloto. Me comenta que el descenso del avión es, en realidad, un aterrizaje de alto impacto controlado. Le digo que lo voy a anotar. ¿Empezaste el diario?, pregunta. No lo sé. Aterrizamos, nos resta aún la mitad del camino. Hay recambio de pasajeros. Viajamos equívocamente hacia el oeste para ir ahora hacia el norte, como si no fuéramos navegantes competentes. No lo somos. 

 

Bajamos por la escalera del avión, el aeropuerto es chico, tal como lo habíamos previsto. Está nublado. Caminamos por la pista. En un hangar leo “Salta”, las nubes se abren un poco y un rayo de sol lo ilumina como a un conjuro.  

 

Desde la ventanilla del taxi, mucho verde. La ciudad está rodeada de cerros cubiertos de matas o de árboles, no se llega a distinguir bien. No imaginaba a la capital de Salta así, no esperaba tanto verde. Es un verde pomposo, lenguaraz. Me recuerda un poco a algunos lugares de Colombia, a la zona del cafetal, aunque todas las comparaciones son odiosas, me reto, como si el taxista  fuera a escucharme.        

 

7 de la mañana. Repican las campanas en las iglesias. Me levanto y me visto. Él seguirá durmiendo un rato más. Estamos alojados en el primer piso de un hotel que se parece a una casa, salgo a una terraza que hace las veces de balcón a prenderme un pucho. Los ojos todavía medio pegados, la vista algo nublada, no veo bien. Cuando recién me levanto es todo un ejercicio volver a enfocar. Casi que adivino una especie de morro muy verde al fondo de la calle donde está el hotel. Cuando termino el pucho la vista vuelve a enfocarse. Bajo por las escaleras. Salgo a la calle. Camino, camino. El sol ya es fuerte aunque no demasiado. Llego hasta la iglesia de las Carmelitas Descalzas, Convento de San Bernardo. Una esquina con una vereda enorme parecida a un atrio que precede a todo el conjunto de convento e iglesia. Me paro. Googleo. Apenas quedan 18 monjas de clausura y todo indica que ese número se achicará hasta extinguirse. La iglesia está abierta, entro. Hay misa. Se escucha un coro. Las monjas cantan a través de unos paneles de madera ornamentados y llenos de orificios, como los de los confesionarios. Algunas desafinan.

 

De regreso al hotel me cruzo un par de señores con bastón, en esta ciudad el tiempo es más lento.

 

Desayunamos juntos en el hotel, le cuento de mi pequeña aventura, del convento y la iglesia. Quiere ir él también. Le menciono que en la esquina frente al convento hay un bar muy lindo con mesas en la vereda. Podemos ir por un segundo café. Le entusiasma la idea, dejamos el desayunador. Antes, quiero entrar a la iglesia, me comenta. 

 

Damos vueltas por el centro de la ciudad, curiosos, atentos. Nos metemos en un par de iglesias. Recorremos la plaza central con menos entusiasmo. Entramos al Cabildo: salones, muebles, patios, carruajes, nos devuelven vagamente el interés. Almorzamos. Pasamos por una farmacia. Me olvidé en casa todas las cosas de tocador, nunca me ocurrió algo así. El avión salía muy temprano y me levanté casi de madrugada. Se lo adjudico a eso. Compro un cepillo de dientes, dentífrico, maquinitas de afeitar descartables, shampú, desodorante. A pesar de ser una farmacia de cadena, no hay demasiada variedad, parece saqueada. Después me avivo de que las cosas deben estar mucho más baratas en Bolivia. Quizá sea eso, no repongan el stock. Volvemos al hotel.  

 

Es bien entrada la tarde. Él dibuja ahora, sentado en la esquina, en una silla que le pedimos prestada al bar. Dibuja el convento de las Carmelitas, la iglesia estuvo siempre cerrada. Yo escribo esto en una mesa, nomás a unos metros. Cada tanto alza el lápiz y mide proporciones. Hoy lo admiro sin que lo sepa. Le tomo una foto sin que lo note tampoco. Él es arquitecto. Más temprano, en el Cabildo, me enseñó que los patios fueron creados para enmarcar al paisaje. Me dijo que de no existir un patrón así, ni siquiera tendríamos noción del paso de las nubes. Yo miraba a las nubes moverse.   

 

Veo más hombres con bastón. A él también le asombran esos detalles. Todos los perros de aquí son cuzquitos, rechonchos, paticortos, le comento. De golpe recuerdo al perro-rata de “La ciénaga”.

 

Anoche, frente al hotel, donde hay una plaza con un edificio que dice Usina Cultural, seguramente una vieja usina eléctrica reciclada, proyectaban cine al aire libre. Veía desde la terraza del hotel a un montón de pibas y pibes, sentados, desparramados en grupitos sobre el pasto viendo la película. En otro sector, un grupo de chicas ensayaba sobre la vereda una rutina coreográfica. En la esquina, otro grupo más también bailaba un tipo de pasos que no pude reconocer. De pronto me sentí feliz, transportado a los primeros años de la democracia. Apagué el pucho y me di cuenta de que hay mucha menos violencia por las calles de esta ciudad que en Buenos Aires. 

 

Viajamos hacia Cachi en una camioneta que alquilamos solo para nosotros dos. Me subo adelante, mantengo conversaciones de cortesía con el chofer. A veces hago algún chiste y ríe. Es un señor mayor, reservado, y a su manera, simpático. Paseamos unos kilómetros por paisajes montañosos de un verde vegetal certero, limpio, fresco, como el que se ve sobre los cerros a los fondos de la calle del hotel. Debemos estar atravesando esos mismos cerros. Matas apachurradas sobre las laderas, a los costados del camino árboles altos, muy altos, son eucaliptos. De golpe entra su olor en la camioneta. El chofer que nos lleva se llama Calixto. Tiene nombre de personaje shakespeariano, o del siglo de oro español, tal vez sea el nombre de una ninfa. Le señalo un eucalipto altísimo, con un tronco gigante, debe tener más de cien años, le comento como si de pronto fuese todo un experto en botánica. Igual estoy convencido de que es así. Calixto toma su celular y le saca una foto. La gente es más amable por aquí. Escucho desde atrás que él ahora le dice a Calixto: las ramas de los eucaliptos son muy endebles, no hay que plantarlos cerca de las casas porque pueden destruirlas. Le aclaro a Calixto que mi pareja es arquitecto, en realidad no le menciono que es mi pareja, pertenecemos a una generación que nunca abandonará del todo su mundo privado y no está mal que sea así, digo simplemente: Alejandro es arquitecto. ¿Y usted?, pregunta Calixto. Escritor, aunque no anuncio como otras veces que no vivo de eso. Seguimos viaje, ahora se ven plantaciones de tabaco. Alejandro comenta en tono de broma: justo para vos. Bueno, contribuyo con la economía provincial, contesto. Calixto ríe, siempre con reserva, aunque no es un gesto de desconfianza sino de cortesía, de educación. Después se suceden más cerros pero la vegetación se vuelve cada vez más enana y comienzan a aparecer cactus, cardones, de a poco, matizados con el paisaje. La tierra que se asoma de a ratos es roja. Un rojo apagado, pastel. No es rabioso como el de la tierra misionera. Mientras, subimos, subimos cada vez más por las montañas. Hace rato que venimos haciéndolo. Los caminos son de ripio ahora. Las piedras chocan rabiosas contra el chasis de la camioneta. Estamos casi entre las nubes. Calixto masca hojas de coca que saca de una bolsita que hay en la guantera. Quisiera pedirle una, pero no me animo, trato de no pensar en el apunamiento. Todo se vuelve árido y se multiplican los cactus. 

 

Más tarde arribamos al Parque Nacional de los Cardones, miles y miles de centinelas de los valles, así los llaman, con los brazos en alto, hasta donde alcanza la vista. Bajamos a recorrer el parque, solo hay un pequeño sendero habilitado, todo se ha de ver en la lejanía como una puesta en escena. Calixto cuenta que se dice que, durante la Guerra de la Independencia, se vestía a los cardones con chaquetas de soldados para asustar a los realistas. Siempre fuimos originales para todo, comento, vencimos a los ingleses tirándoles aceite caliente y a los realistas disfrazando a unos cactus. Calixto sonríe apenas, no hay animosidad ni burla en ese gesto, creo que está pasando una buena jornada con nosotros. Seguimos por una ruta recta, rectísima, la llaman “La recta de Tin Tin”. Se trata de un antiguo camino inca, debían tener una destreza geométrica única o una tozudez encomiable, el camino parece no desviarse nunca de esa recta trazada hacia el horizonte, ni siquiera por unos milímetros. En un momento dudo de si ese nombre podría llegar a tener algo que ver con el personaje de la historieta francesa. Calixto desliza en la charla, al descuido, que se trata de un nombre inca. Después le siguen unos cuantos kilómetros de una aridez límpida de colores monótonos, pero no quiero darle matices negativos a un paisaje que desintoxica visualmente. Finalmente llegamos a Cachi. Primera impresión: un caserío quedado en el tiempo, de estilo y pasado colonial. 

 

Dejamos a Calixto y su camioneta, pasará a buscarnos al día siguiente. Nunca sabremos qué hace en esas horas libres, ni dónde duerme, siempre menciona a conocidos y parientes pero de forma bastante difusa. La puerta del hotel que contrató Alejandro desde Buenos Aires está cerrada, pero sin llave. Luego de buscar un timbre sin hallarlo y de aplaudir sin éxito, nos decidimos a entrar. El mostrador está vacío. Me adelanto un poco y primero doy con un comedor donde se debe desayunar, después me meto en otro cuarto donde hay una cocina desértica. En el hotel parece que no hay nadie. Suena el celular de Alejandro. Es el dueño del hotel, nos está viendo por las cámaras, las descubro distribuidas por los ángulos del techo. No sé si debería saludar a una. A través del celular, nos guía hasta nuestro cuarto. Hay una cama de dos plazas tal como la pedimos, miro hacia el cielorraso a ver si descubro otras cámaras pero no hay. Apenas un ventilador de techo. Nos sentimos incómodos con la situación pero nos resulta divertido. Recuerdo un libro, El motel del voyeur, del periodista Gay Talese, donde se cuenta el caso de un hotelero que, cercano a morir y cargado de culpas, se le acercó para confesarle que espiaba en los cuartos a cada uno de sus clientes por todo un sistema de pasadizos y falsos espejos. Dejamos las valijas y salimos rápido. 

 

Queremos almorzar, son cerca de las dos de la tarde. Todavía no nos habituamos a que aquí los tiempos son distintos. Recorremos a vuelo de pájaro el caserío: unas cinco cuadras de longitud por otras cuatro de ancho. Muchas de las edificaciones son de adobe, las calles austeras, los zócalos enormes, de piedra. La gente es amable, nos saluda al pasar. Damos con un restaurante. Hay una familia almorzando. Un tipo cruza por el salón y se va a conversar con ellos. Entre los miembros de la familia, hay una nena que juega con una tira de papel metalizado de la que cuelgan estrellitas y le reclama al hombre que la lleve al ovnipuerto. Nos miramos. ¿Ovnipuerto?, me pregunta Alejandro asombrado. Creo que sí, escuché lo mismo. Después nos enteraremos de que un suizo que decía comunicarse con extraterrestres, construyó un ovnipuerto en las afueras de Cachi, cerca del Parque Nacional de los Cardones. El tipo se despide de la familia, se calza una campera de cuero que llevaba colgada de un brazo y se va. En la calle lo veo montarse a una moto negra, gigante, parecida a una Harley-Davidson y partir. Nosotros ya terminamos con nuestra rueda de empanadas y esperamos ansiosos el postre, pedimos “turrón salteño”; algo que ya descubrimos la primera noche en Salta, una especie de Rogel que alterna capas de dulce de leche con otras de un merengue hecho con miel de caña. Dejamos el restaurante. Vamos hasta la iglesia colonial. Entramos. Nada que no hayamos visto, lo más interesante es el edificio en sí. Después nos cruzamos hasta la plaza. Él se queda dibujándola, yo me alejo y le saco fotos a las sombras de los árboles y a un señor que, guitarra en mano, se recostó sobre un banco y le canta al cielo. Al costado de la plaza, en una pizarra, escrito en tizas de colores, alguien anotó: ”Si te lleva un ovni que sea con estilo”.  



Daniel Tevini (Buenos Aires, 1962)

En el 2003 publicó La noche más polar, Ediciones Deldragón, novela por la que obtuvo el 2º premio del Fondo Nacional de las Artes y una mención honorífica del Premio Municipal. En el año 2005 publicó el libro de poesía, Hotel des Bains, también por Ediciones Deldragón. En el 2007, la novela Arlteana, en Ediciones Godot. En el 2018, salió su tercera novela, Fuimos, por editorial Conejos. En el 2023, Queen Cleopatra, con El Fatalista, sello editorial que fundó con Agustín Caldaroni y Rolando Pérez. Este año saldrá su última novela, Historia del auténtico niño barbado de la China, por la editorial Blatt & Ríos.
Foto: archivo personal

 

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