El azul en las citas
Sebastián Chilano
En una época sólo leía sobre la muerte. Cualquier cosa, todas las cosas. Mi lista la encabezaba Morir en Occidente de Philippe Ariès, pero pronto ese libro me llevó a otro y a otro y temí que la lista se hiciera inabarcable. O que coincidiera con mi propia muerte: es que todos los libros, en definitiva, hablan sobre la muerte. En esa búsqueda encontré La mujer que escribió Frankenstein, de Esther Cross. La historia era para mí. Lo supe desde la contratapa: había sido escrita con el único propósito de que yo fuera su lector. Y lo fui. Leí el libro, lo marqué con cintas de colores (el azul en mis notas es el color de las citas de la muerte) y lo incorporé en el ensayo que intentaba escribir. Al poco tiempo murió mi padre y el ensayo sobre la muerte dejó de ser tal cosa.
Es 1815. Hay un volcán que hace erupción en Indonesia y sus cenizas cubren los cielos de Asia y Europa. Se ensucian los pisos, se inundan los campos, se enfría la primavera al punto de no ver su floración. Es el fin del mundo, ¿qué otra cosa puede ser? Mary Shelly no cree eso, al contrario, imagina que el contexto es ideal para que nazca un hombre nuevo hecho con partes de cadáveres y resurrecto por electricidad. Unos años después, en 1818, y desde las cenizas de ese volcán, Mary Shelly da a imprenta la primera versión de Frankenstein o el moderno Prometeo.
La mujer que escribió Frankenstein, de Esther Cross, podría limitarse a ser, como lo anuncia su título, una biografía de Mary Shelley. Pero es mucho más que eso. Es, por ejemplo, el desarrollo de esta hipótesis: Si escribir una escena tiene el condicionamiento de la época, los monstruos que aparecen en esa escena ¿comparten ese condicionamiento? ¿Son, entonces, sólo el producto de la época? Los zombis de hoy sirven para contestar la pregunta y validar lo planteado. No hay que comprobar la hipótesis (es fácil) ni refutarla (¿sería posible?), sólo hay que narrar. Y eso hace Esther Cross. Narra. Una época. Un momento y sus usos. Narra los ritos de la vida y la muerte a inicios del siglo XIX. Narra como una turista voraz que, en el museo del tiempo, se va por una puerta lateral para ver una pintura que nadie más vería si no se valiera del instinto. Y del oficio.
Debo aclarar que mezclo desde hace años dos profesiones. Me suelen preguntar qué soy, si médico o escritor, pero yo elijo preguntarme cómo conté la muerte de mi padre, ¿cómo médico o cómo escritor? No lo sé. Honestamente, no sé si funciono del derecho o al revés. Tampoco es que me importa saberlo, mientras pueda y quiera ejercerlas seré a un tiempo las dos cosas: todo depende de que nunca confunda el oficio de mentir en una con el arte de escuchar en la otra.
Esther Cross cuenta que Mary Shelley aprendió a escribir mirando el nombre de su madre grabado en la lápida. La hija homónima visitaba la tumba con asiduidad. Por melancolía, sí, pero también por costumbre. El cementerio era parte del paisaje de la época. Los vivos debían estar cerca de sus muertos, así lo quería la religión pero la ciencia dijo que los muertos podían contagiar enfermedades y se los alejó.
Aún hoy, en plena celebración del rendimiento, se aconseja un duelo rápido. La tristeza es una mala palabra que se cura con psicotrópicos de venta legal.
Esther Cross nos dice que a Mary Shelley le gustaba ir al cementerio. Ahí veía hombres acampando junto a tumbas nuevas, hombres que vigilaban cuerpos recién enterrados, hombres que merodeaban los cadáveres como si fueran objetos valiosos para la venta. Y en verdad lo eran. Tras siglos de censura, la imposibilidad religiosa de disecar seres humanos de pronto había terminado. Parte de esa libertad se debía al desencanto galénico, el gran médico de la antigüedad había sido desenmascarado: a partir de Vesalio y de su libro De humani corporis fabrica publicado en 1543 se entrevió que Galeno no había disecado humanos: había disecado animales. Principalmente cerdos. Entonces los médicos —la ciencia— necesitaban aprender. Y para aprender necesitaban cuerpos.
Mi ejemplar de La mujer que escribió Frankenstein es de 2013. Le pegué 27 cintas de colores en total. Algunas marcan un capítulo entero. Otras señalan sólo frases. Hasta hay una que marca el anuncio publicitario de un ataúd de hierro. Algunas me reafirman verdades olvidadas, otras me pregunto por qué las marqué: quién era yo cuando elegí recordar esas frases. En las marcas predominan las cintas de color azul, pero también hay naranjas y hasta rosas. Las cintas no pierden adherencia con el tiempo —sí se destiñen— ni se despegan fácilmente. Si las saco se roban un poco de la tinta del libro. Hay una cinta verde que marca un epígrafe extraído de la novela Frankenstein que Esther Cross eligió para iniciar uno de sus capítulos: Eres mi creador pero yo soy tu amo.
Cuando envié a la revista la primera versión de esta reseña me dijeron que faltaba mi presencia en el texto. Mi cuerpo. Debí contestar algo inteligente, una negación sutil pero irrenunciable. No lo hice. Al contrario. Pensé: no voy a escribir sobre mi padre. Pensé: no voy a caer de nuevo en la autobiografía. Porque, en palabras de Stefan Zweig, abundar en la autobiografía es reconocer que uno no entiende el mundo en que vive.
Mary Shelley sí sabía en que mundo vivía. Para principios del siglo XIX, el siglo de Mary Shelley, la verdad anatómica se hizo imparable: había que conocer el cuerpo. Y sobre todo en su interior. Había que revisar cada recoveco de la creación. El cuerpo vivo no era una opción. No existía entonces más anestesia que la borrachera, y la fe ni siquiera alcanzaba a mitigar el dolor de la primera incisión quirúrgica. Había que conseguir cuerpos. ¿Dónde? En los cementerios. Ahí acudían los roba cadáveres bien pagos por nobles médicos. Ahí los deudos vigilaban a sus muertos. Ahí Mary Shelley miraba.
Me preocupa, hija, que pases tantas horas entre tumbas, puede que le haya dicho su padre. Y puede que Mary le hiciera caso. O puede que siguiera con alegría a su propio marido. Sea como sea, por las noches Mary olvidaba el cementerio y concurría a cuánta feria y circo pudiera visitar. Buscaba entretenimiento. Y lo encontró en el galvanismo, por ejemplo, donde la electricidad movía la pierna de una rana muerta. O sacudía los músculos de una cabeza decapitada hasta hacerla sonreír. Ahí estaba todo. Y Mary Shelley lo unió: los anatomistas usaban cuerpos muertos para ayudar a los vivos y los ilusionistas usaban la conducción eléctrica para entretener a esos mismos vivos. Los anatomistas disecaban, los ilusionistas conducían la electricidad para mover pedazos: piernas, lenguas, orejas, un pie, los dedos de una mano. Así nació Frankenstein.
Memento Mei se puede leer tallado en el cementerio de La Loma en Mar del Plata. Recuérdame. Acuérdate de mí. Un ruego genérico, tanto para los vivos como para un amante del que despedirse. Llevo el libro de Esther Cross al cementerio con la intención de abandonarlo. A veces hago eso: en una plaza, en la casa de un amigo, o incluso en librerías de usados, abandono un libro antiguo que se reedita porque no puedo evitar cambiar por la edición más nueva que acaba de publicarse. A veces, cuando dejo el libro viejo me preguntó qué hará su futuro lector con mis marcas de lectura. ¿Las respetará? ¿Arrancará las cintas una a una sin leerlas? ¿O las leerá con curiosidad? ¿Se preguntará si los colores tienen algún sentido? Se preguntará qué significan los párrafos marcados con cintas amarillas. Qué son las marcadas con rojas. Qué, las cintas azules.
Esther Cross hace un recuento de personajes fabulosos alrededor del de Mary. A los ya conocidos por la famosa noche en villa Diodati (Percy Shelley, el doctor Polidori y Lord Byron) agrega otros que ni siquiera conoció la misma Mary. Así aparecen Fanny Burney, una escritora sometida a una mastectomía total sin anestesia; Martin van Butchell, dentista especializado en fisuras y fistulas anales; Edward Bridgman, creador de métodos antiresurrecionistas; y Burke y Hare, asesinos lejanos de apellidos que nada nos dicen. Ese recuento sirve para que conozcamos una porción de un mundo prohibido. Esther Cross nos dice que hay una puerta, pero que no se la puede franquear. Apenas si se ven sombras por debajo o a través de su cerradura. También nos sugiere que leer y comunicarse con los muertos son trances similares: el muerto y el autor comparten el destino común de revivir sólo ante los ojos de sus lectores. Si esto es cierto quisiéramos ser, entonces, salvadores, magos: los ojos eternos y curiosos de Mary Shelley espiando a través de las hendijas de las puertas y el tiempo.
Se cree que Franz Kafka basó su cuento El artista del hambre en actores circenses que hacían ayuno hasta confundirse con cadáveres. Michel Nieva, en Tecnología y barbarie, aventura que Kafka no solo visitó esos circos sino que también vio zoológicos donde indígenas (procedentes, por ejemplo, de nuestra Patagonia) eran obligados a vivir como si estuvieran todavía en la intemperie del más lejano y frío de los mundos. El cuento de Kafka, como el Frankenstein de Shelley, sería producto de la observación, de la observación y metamorfosis de los verdaderos monstruos. El lector también es producto del contexto en el que lee. De la economía, de la política, de su propia salud. Leer un libro ya leído es, entonces, enfrentarse a un monstruo nuevo. Obliga a empezar de cero. Compré la nueva edición del libro de Esther Cross para obligarme a leerlo como si yo nunca hubiera estado ahí. Como si lo describiera por primera vez. Acabo de decidirlo, al viejo libro le arrancaré todas sus marcas antes de abandonarlo en el banco de piedra del cementerio.
Sebastián Chilano (Mar del Plata, 1976)
Médico clínico, escritor, socio y librero en El gran pez, que en 2021 recibió el premio de la Feria de Editores (FED) a la Mejor Librería del Año. Sus últimas novelas son El lémur, en colaboración con Mauro De Angelis (Indómita Luz, 2022) y Los preparados (Obloshka, 2020). Obtuvo el segundo lugar en categoría No Ficción del Fondo Nacional de las Artes por Este es el mar (2021) y publicó El ojo (Artefacto editorial, 2023), cuatro ensayos breves que tienen a la medicina como hilo conductor para establecer diálogos entre ciencia, mitología, diversidad cultural y algunas curiosidades.
Foto: Triana Kossmann
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