El Huicho

El Huicho

Quya Reyna

 

A mi papá no le agradaba el Huicho. 

El Huicho fue un conocido personaje de la telenovela mexicana El premio mayor; un hombre de la clase trabajadora que se ganó la lotería y se convirtió en una persona rica. Así veía mi papá a mi tío Félix, el esposo de mi tía Valeria (la que en realidad era mi prima, pero mucho mayor que mis hermanas y yo, y por esa brecha de edad es que le decíamos tía). Mi papá le dio el apodo de «Huicho» a mi tío porque lo consideraba el «millonario» de la zona, pero más que todo porque primero fue un aymara pobre. Fue un apodo de broma, pero luego fue conocido así por la familia de mi papá.

Mi tía, el Huicho y su familia eran nuestros vecinos, vivían detrás de nuestra casa. Ellos fueron de los primeros en construir una vivienda de piso. Nadie se podía dar esos lujos en aquella época tan deplorable, recordada por varias familias de la zona. En el caso de los Suñagua Copa, nuestro gran logro fue construir un baño decente y con puerta.

El Huicho era la envidia de toditos los Suñagua, pero más que todo la envidia de mi papá. Félix Condori había conseguido para su familia lo que ningún Suñagua había logrado: estabilidad económica, fruto de una muy buena gestión de sus ingresos. Dinero abundante como para comprar autos antes que mis hermanas y yo conociéramos una bicicleta. Eso no hubiera pasado sin la administración de Valeria, mujer robusta de pollera, blanca, brava y muy hábil para las matemáticas y los negocios, una de las mejores negociantes que conozco.

Se preguntarán cómo el Huicho pudo sacarse la «lotería», o quizá no, porque no les importa, pero igual se los cuento.

El Huicho, aparte de tener una casa al lado de la mía, tiene otra en la avenida Tiwanaku, famosa por ser zona de comercio diario. Hace como quince años él tenía un negocio de venta de regalos y útiles escolares. En carnavales hacía cambio de mercadería y ahí su negocio primordial era vender productos para la ch’alla. Valeria era la que vendía todas esas cosas en el kiosco que también tenían en la avenida, a la par que el tío Félix trabajaba de chofer. Además, el alquiler de las tiendas de la casa igual generaba ganancias. ¿Pero acaso todos esos ingresos le alcanzaban para hacer construir una casa de piso y comprarse autos? Pues no. Aún no les he hablado del negocio mayor: el baño.

Por eso mi papá le tenía envidia. Parece una exageración, pero no entienden lo delicado de la situación. Mi papá entendió que el Huicho sería rico toda su vida. O sea, ¿quién deja de cagar en el mundo? El hombre caga todo el tiempo y necesita un baño. Quizá no necesitemos a todas horas de ingenieros o empleados de fábrica, tal vez podamos prescindir de futbolistas o periodistas, escritores, profesores, músicos… pero todo el mundo necesita de una taza para cagar cuando está fuera de su hogar. Eso era lo que mi padre odiaba más, que el Huicho tuviera la maldita buena suerte de tener una casa en un lugar comercial y de paso que haya invertido en el negocio perfecto para no morir de hambre toda su vida.

Todo aquello estaba predestinado para mi tío. Ingresos infinitos, a menos que el mundo evolucionase y los humanos lográramos digerir la comida de otra forma que no fuera expulsando heces por el ano; pero no, la tecnología no lograría eso para la complacencia de mi papá.

¡Vivimos de la caca, deberías lamer el suelo donde hay caca, deberías besar el poto de todas las personas!, le dijo una vez el Huicho a su hijo, cuando él, ya cansado del olor a excremento que aguantaba cada noche, se quejaba por ser quien siempre tenía que limpiar los baños antes de terminar la jornada de trabajo. Eso es lo que le contó una vez mi papá a mi hermana, mientras almorzábamos: Sí, muy oportuno, papá, háblanos de eso cuando estamos comiendo.

Mi tío ganaba al día, solo del baño, por lo menos unos quinientos pesos. Me consta porque alguna vez trabajé atendiendo su negocio. La gente salía y entraba a cada rato, había bastante movimiento. Era un boliviano el uso, único precio. Si te rogaban por cincuenta centavos, de mala gana decías que ya, pero no les dabas papel. Mi trabajo era atender el lugar, cobrar y ver que cada letrina estuviera limpia. Bien vas a limpiar. Nuestro baño siempre está limpio, por eso también viene la gente, me encargaba la tía. El trabajo era tranquilo. Te sentabas, podías estar viendo tu celular, leyendo o cortando el papel higiénico para luego acomodarlo en la mesa para los clientes.

Supongo que el negocio del Huicho fue la motivación para que mi papá dejara la carpintería y se pusiera a estudiar en la Normal, pensando que, como profesor, ganaría lo suficiente y así podría construir una casa decente para mi familia. Pero nada. Su sueldo apenas alcanzaba para mantener a todos sus hijos.

Yo creo que un hombre de El Alto no es nada si no es más que su vecino, por eso los adornos coloridos en las bicicletas y minibuses, por eso las fachadas bien llamativas de los nuevos edificios, por eso la línea del pantalón de casimir bien marcada, por eso los aretes de oro, por eso el bailar en la fraternidad más grande, la mejor. Por eso, nada más que por eso, porque no se puede vivir sin decirle a tu vecino: Tu envidia es mi bendición.

¡Miralo al Huicho! ¡No toma!, le regañaba La Adela, mi mamá, a mi papá por las veces en las que se emborrachaba. ¡Mira cómo se viste el Huicho, bonito! ¡Tú eres profesor, ni vestirte bien sabes!, le reprochaba cada vez que se compraba unos deportivos y algunas camisas coloridas. El Huicho, a diferencia de él, era alto y se vestía casi siempre con una camisa bien planchada, un chaleco de lana, un pantalón de tela y unos zapatos bien lustrados y de punta, mientras que papá usaba unos tenis con plataforma grande y con los bordes de sus pantalones o buzos doblados y cosidos en los botapiés, para no arrastrarlos por su corta estatura. Que el Félix es flaco, que el Félix no se quema su cara, que se peina, que el Félix invierte bien y no compra radios, televisiones o colchones usados. Mi papá no sabía cómo hacer que mi mamá dejara de comparar los éxitos y la personalidad del tío Félix. Incluso le regañaba cuando mi papá le decía «Huicho» al tío. No había forma en que papá pudiera exteriorizar su frustración, ni siquiera burlándose del Huicho, o de sus propios fracasos, como cuando decía que la suerte era racista, porque mi tío Félix era más blancón.

Aparte de que mi tío tuviera tan buena suerte en el dinero, se casó con una mujer muy disciplinada, pues controlaba el consumo de alcohol de mi tío, sabía invertir muy bien su dinero y entendía de negocios. Así que mi papá, cuando tenía la oportunidad, también le echaba en cara a mi mamá que ella no era muy hábil como la tía Valeria o, en pocas palabras, que no sabía invertir. No éramos la familia perfecta. Los hijos del Huicho tenían las mejores bicicletas, podían gozar de un recreo digno, podían comer en una pensión, tenían las mejores mochilas y la mejor ropa. Su hija mayor, la Irma, tenía casi mi edad. A pesar de que estábamos en el mismo grado de curso, ella era más alta que yo y siempre se burlaba de mi estatura. La enana, me llamaba.

Era una constante frustración para mi papá no ser como mi tío y un constante bullying por parte de mi prima hacía mí. Aunque, creo que la frustración más grande de papá fue en Carnaval. El Huicho y su familia fueron los primeros en entrar al negocio de venta de productos de ch’alla. Luego mi familia y las hermanas de mi papá decidieron entrar al negocio también, al ver que se ganaba una buena cantidad de dinero. Lo malo era que el Huicho contaba con un puesto fijo y comercial para vender sus productos, mi papá y mis tías no. Así que mis tías salieron a vender a la avenida principal, cerca de mi casa, pero mi papá no quería limitarse, quería demostrar que era un buen negociador y comerciante, y que podía ganar más que el tío Félix. Así que estudió muy bien los lugares más comerciales de la Ceja, el «Centro» de la ciudad de El Alto, para poder vender rápidamente. Se compró uno de esos cochecitos de venta y un día, después de haber recorrido aquel extremo de la ciudad, se fue por la madrugada hacía el mercado de Villa Dolores. Mi papá había notado que en todas las calles del mercado no había vendedores carnavaleros y que los comerciantes debían salir o a la Ceja o caminar varias cuadras hasta la plaza principal, Juana Azurduy, a comprar productos para ch’allar sus puestos, negocios o casas. El mejor puesto es el que ambula hasta llegar a sus clientes, pensaba papá. Así que se estudió todas las divisiones del mercado, para saber sobre los gremios y los determinados días en que ch´allaban.

Cuando llegó al mercado con sus productos encima de su cochecito de dos ruedas, la gente se amontonaba y lo rodeaba por todos lados. Era una «venta loca», nos contó emocionado mi papá cuando llegó a casa el primer día que fue. Las y los comerciantes del lugar le compraban bastante, y es por eso que mi papá le pidió a mi primo, el Kewin, que lo acompañara al siguiente día. Ambos vendían muy bien y mi papá se jactaba muchas veces de ser un gran vendedor frente a mis hermanas y a mi mamá, más que todo, pero creía que ese modo de jactarse no serviría de mucho si no lo hacía frente al Huicho.

No tardó mucho en encontrarse con el tío Félix. «Casualmente» pasó por su casa, la de la avenida Tiwanaku, mostrando su cochecito vacío de mercadería, cual hombre que hizo muy buena venta. El Huicho, sorprendido, le preguntó la causa de tal éxito. Y mi papá le contó con un aire de superioridad todo el estudio y análisis que había hecho del mercado de Villa Dolores, con la intención de demostrar las destrezas que poseía como vendedor y negociante. Y se despidió, balanceando su cochecito hacía adelante y hacía atrás, con la certeza de que esta vez había triunfado.

Al día siguiente, ya el último del Carnaval, mi papá se despertó temprano. A las cinco de la mañana ya se estaba lavando la cara, se preparaba para desayunar, vestirse y salir a vender. Tomó sus cosas y algunos productos que le faltaban para completar toda la mercadería. Mi mamá preparó el desayuno para mis hermanas y para mí, ya que nosotras también vendíamos, pero al lado de mis tías. Papá llegó a la Ceja y recogió su cochecito de un garaje donde los comerciantes guardan sus productos, se dirigió apresurado a Villa Dolores, cuando en la esquina de la Calle 5, donde él vendía, se encontró un puesto grande con bolsas de confites, unos paquetes enormes de serpentina y un nailon tendido en el suelo con montañas de globos. Lo poco que mi papá había visto de los vendedores de aquel puesto, por la gran concentración de gente que había, fue una mano contando los billetes que se convertirían en el cambio dado a uno de los clientes. Luego vio un chaleco de lana, una melena bien peinada y unos zapatos de punta. Era que no le diga, se dijo.

Ese día fue uno de los peores para mi papá, no porque no haya vendido nada. De hecho, acabó todos sus productos. Pero lo que a él le molestaba era que el Huicho también había acabado todo. Gracias, Rolo, le dijo mi tío antes de despedirse e irse a su casa de la Tiwanaku, agregando una sonrisa. Aquí he acabado mis confites, si no hubiera sabido la buena venta de aquí, no hubiera acabado, concluyó y se fue mientras sus bolsillos sonaban como panderetas, por las monedas que llevaban. Lo sé porque yo estaba ahí cuando todo eso pasó.

Incluso recuerdo que le llevé su almuerzo por la tarde a mi papá, pero al no encontrarlo y al verlo solo al tío Félix, un poco confundido con tantos clientes a los que atendía, le ayudé a vender. Mi papá, de regreso de no sé dónde, me vio, me llamó con gestos y me regañó por ayudarle. Que le ayuden sus hijos, para eso tiene hijos, me dijo y empezó a desatar el amarro de comida que le había llevado.

Después de eso, no había año en que mi papá no hablara de lo cojudo que se sentía por haberle dicho al Huicho sobre lo de Villa Dolores, ya que desde ese año su familia y él, cada Carnaval, iban a vender ahí.

Pasó el tiempo, y la envidia y el resentimiento que le tenía mi papá al tío Felix se hicieron menos notorios, pero tampoco los ocultaba cuando había alguna oportunidad de hablar de él. A pesar de ser profesor, de haber sido mejor comerciante que el Huicho, de habernos comprado bicicletas más bonitas que las de mis primos (aunque usadas), él no se sentía mejor. Ni su casa ni su familia eran tan perfectas como las del Huicho.

Llegó el tiempo en el que la Irma y yo ya éramos unas «señoritas». Ambas continuábamos estudiando en el mismo colegio. Ella creció en estatura, su cuerpo se desarrolló bastante y, bueno, a mí… a mí solo me vino la regla y me crecieron vellitos. Estábamos en secundaria e Irma, cada vez que podía, me miraba con los ojos de abajo para arriba. Tocaba mis rizos, los jalaba y decía de forma irónica: ¡Qué lindos! Claro, ella se burlaba indirectamente por las veces en que me veía con ruleros, por las mañanas, antes de salir a la calle, desde su cuarto en el primer piso. 

Era una época en que la Irma y yo explorábamos los mundos a los que nos llevaba la pubertad y la adolescencia para adentrarnos en los primeros besos, las primeras parejas, los primeros gustos, las primeras miradas y coqueteos; sí, por eso me hacía rizos, por coqueta. Así como acrecentaron las diferencias entre mi papá y el tío Félix, también se generó una especie de rivalidad entre la Irma y yo. Envidiaba un poco su vida cómoda. Tenía un cuarto propio y muebles muy lindos, regalos, ropa bonita, zapatos nuevos… y ella era linda. Definitivamente eran la familia perfecta, y yo ya entendía un poco la incomodidad que sentía mi papá, la presión al compararse con ellos.

Pero resultó que, la mañana de una fecha que no recuerdo, mi familia supo que la Irma se había embarazado estando aún en el colegio. Todos nos miramos sorprendidos en casa, al enterarnos por una de mis tías. Era un chisme que podía ser utilizado para echarle directa o indirectamente en cara al Huicho que su familia no era perfecta, que el tío Félix y la tía Valeria eran malos padres, que no pudieron criar bien a su hija o que su dinero no era sinónimo de felicidad plena.

Y eso es justo lo que hizo mi familia.

En fin, esta no es una historia para dar una lección moral a los lectores. Más que todo, los aymaras somos personas en constante miramiento, luchando por ser mejor que el otro, que puede ser el vecino con plata o el «Huicho» del barrio. No, esto no es una serie norteamericana de familias blancas en donde todo termina con una lección de amor y empatía.

Aquí triunfó mi papá. No podía tener la casa, el negocio o la familia perfecta, pero ninguna de sus hijas saldría embarazada tan joven, y no porque él fuera un padre responsable con la educación sexual de nosotras, sino (y simplemente) porque mi papá sabía que mis hermanas y yo no podríamos embarazarnos y ser madres solteras tan jóvenes, debido a la misma pobreza o el fracaso en el que vivíamos, constantemente, «gracias a él».

El mayor regalo que nos había otorgado mi papi era la miseria en la que vivíamos y de la que queríamos salir urgentemente.

Papá sonrió por un momento después de conocer la noticia, miró rápidamente a sus hijas e hizo un gesto amenazador con la intención de lanzarnos una sola advertencia. No permitiría que ninguna de nosotras arruináramos dicho triunfo.

 

*Agradecemos a Alexis Argüello Sandoval, director de la editorial Sobras Selectas, por la gentileza de cedernos este relato.

 

Quya Reyna (El Alto, Bolivia, 1995)

Su nombre real es Reyna Maribel Suñagua Copa. Es una escritora aymara, alteña y boliviana (así, en ese orden, nos aclaró). Tiene estudios en Comunicación Social y aprendiz en Diseño Gráfico. Lo más importante para ella es ser hija de Filomeno Suñagua y Adela Copa. Publicó el libro de relatos Los hijos de Goni, editado por la editorial boliviana Sobras Selectas en 2022.
Foto: Quiroga Miranda

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