El poeta como traductor vacilante: Philippe Jaccottet

El poeta como traductor vacilante: Philippe Jaccottet

Matías Serra Bradford

Un sitio rocoso, de clima alpino, ubicado entre dos valles. No resulta difícil imaginar la vida de Philippe Jaccottet en Grignan, asentado en ese antiguo pueblo del sudeste francés hace más de medio siglo; tampoco es arduo imaginar el advenimiento de palabras a su papel: “Trabajo en este jardín, los poemas llegan a mi cabeza ellos solos. No estoy para nada sobre la página en blanco, me vienen mientras arranco yuyos, o preparo un fuego… Tengo la sensación de que no soy para nada yo quien escribe como un escritor en su mesa, sino que es mi vida, los días de mi vida, los que escriben.”

Su obra se saltea, entonces, la discusión ya bizantina (Proust contra Saint Beuve) de vida versus literatura. Menos sencillo –y el suceso no es menor– es vislumbrar la puesta en página de esos ciclos, esos mensajes. A esta dificultad se le suma el invariable cuestionamiento que realiza Jaccottet de esa jornada y de ese fenómeno, y el modo en que se convierten en poemas o prosa. La tradición de poetas-traductores a la que pertenece lo conduce hacia la traducción como método general, hasta para su propio trabajo, abordando lo visible con “prudencia, hasta desconfianza”, como si en este caso el texto original –lo real– no le pareciera del todo fiable: “como si el texto murmurado estuviera en una lengua extranjera, como si nos hicieran señales del otro lado de la frontera.”

Peter Handke opina que Jaccottet es un poeta del lugar, y enumera: jardín, casa, ventana. Según Jaccottet, nacido en Moudon, cantón de Vaud, Suiza, habitante de la región del Drôme galo, todo se encuentra siempre entre dos aguas –lo visible y lo oculto, la afirmación y la vacilación, una lengua y otra– y no osa desatender ninguno de los polos: “el intersticio, el recinto abierto, acaso mi única patria.” Y lo notable es que este temperamento “pleno de dudas y tanteos”, se haya decidido con tanta convicción a ir lo más lejos posible en persistencia y rigor, y en la celebración, como dice Handke de Hermann Lenz -otra afinidad entre el suizo y el austriaco-, de la vida sin acontecimientos.

Para Jaccottet, una de las pruebas de la verdad de la poesía se presenta en los días de luz favorable, vividos más plenamente, “más realmente” que otros, aquellos que precisamente lo impulsan a querer escribir. No sorprende, pues, que para su lector, las horas y el tiempo –el clima– se vuelvan más intensos, reales y plenos después de unas horas de lectura. Pero Jaccottet sospecha de las evidencias. En el bellísimo La promenade sur les arbres escribe: “De hecho, cada vez que pienso haber hallado una especie de prueba, una voz me dice que la había deseado demasiado, a esta prueba, para un día no encontrarla.”

Seguir su ejemplo supondría maliciar nuestro deslumbramiento de lectores, y tal vez la tentativa de Jaccottet busca precisamente que sus oraciones remitan al lector a aquello que tiene frente a sus ojos, con el fin de interrogarlo, esclarecerlo. En este empleo maestro de la duda y la oscilación, Handke lo compara con otros suizos, Ludwig Hohl y Robert Walser, dos formidables aguafiestas. Como ellos, Jaccottet no necesita vociferar su presencia ni en un estrado ni en la línea del horizonte: “nadie puede buscar sus instrumentos si no es en lo más íntimo de sí”.

Una sola cosa obedece el poeta con los ojos cerrados: “Lo inmediato: es a esto a lo que decididamente me ligo, como a la única lección que ha logrado, en mi vida, resistir la duda, porque aquello que me fue dado así de repente no ha cesado de volver más tarde, y no como una repetición superflua”. Jaccottet sigue a Rilke: nuestra tarea consiste en aprender no la posesión sino el rapport. La idea de la aproximación es otro de los leit-motif de Jaccottet (y el aproximarse, por su inclinación natural, no puede sino tener espíritu de motivo). Ya había anticipado que en Francis Ponge se producen dos movimientos, dos tiempos, el primero de entusiasmo, y un segundo en que la lucidez lo corrige. En Jaccottet van juntas, como las arañas: “Se ha convertido para mí en algo indispensable el intentar comprender qué significa todo eso, determinar si es verdaderamente legítimo otorgarle tanta importancia al encuentro con una flor o una pradera”.

A efectos de no desacomodar nuestro enclavado mobiliario mental, habría que repartir la obra de Jaccottet en verso y prosa, si bien con frecuencia integra ambas en un mismo libro o incluso texto, y la nula diferencia temática y estilística tampoco autoriza otra discusión inerte sobre los límites de género. La prosa a su vez se bifurca en sus cuadernos (los volúmenes de La semaison), notas de viaje y labor crítica. El lector quisiera saber cómo surgió la idea o la necesidad de embarcarse en La semaison, título que remite a la dispersión de las semillas de una planta. Las respuestas llegan a vuelta de correo: “Me acostumbré a tomar notas porque, durante años, tuve muy poco tiempo para mi trabajo personal, lo cual, por otra parte, favoreció la expresión ‘inmediata’ de lo vivido.”

Según Jaccottet, el diario íntimo “acentúa el desdoblamiento y garantiza una existencia”, y algo de lo que comenta acerca del diario de Benjamin Constant propone otras pistas y algunas confirmaciones: “una manera de escapar a la condición de espectro”, “el medio de asegurar una existencia en la que se está siempre listo a dudar”. Sin embargo, la serie de La semaison pertenece, más que al diario íntimo, al murmurado género del “cuaderno de notas”, que insinúa tantos paradigmas como practicantes. Lo suyo no es el diario de Musil –que tradujo– ni las libretas de Rilke.

Jaccottet admira “la precisión cuasi científica” de las observaciones de Gerard Manley Hopkins en sus cuadernos, sobre todo aquellas relacionadas con el agua, y algo de eso se trasluce en él, minando el mismo terreno con la tenacidad de un topo. Tampoco son comparables a los diarios de Handke, de entradas más breves y destiladas. En lo que sí coinciden todos ellos es en callar que el cuaderno funciona como campo magnético no solo de lo que se ha vivido, soñado o leído, sino como registro de que quien observa ha trabajado; la prueba allí, en el papel escrito y luego impreso. Y esa cierta indulgencia esconde, por otro lado, un nervio inestimable para quien escribe, una plataforma a la que sería absurdo negarse.

Interesante es notar cómo en Jaccottet un cuaderno de tres años ocupa casi la misma cantidad de páginas que un tomo que compendia catorce años: “pienso que, generalmente, la ausencia de diario se debe a un trabajo más intenso bajo otra forma: prosas o poemas. O tal vez tenga que ver simplemente con que haya períodos de la vida más vacíos que otros.” Las entregas de La semaison están sembradas de sueños, cada vez más a medida que avanzan en el tiempo, la mayoría ligeramente inquietantes. Pero esos sueños anotados, tan asiduos, ¿de qué son intermediarios? “No sé bien si se trata de mensajeros. Simplemente tomé nota de los que me parecían tener un cierto poder de irradiación, algo que iba más allá de mi caso personal”. Al transcribirlos, Jaccottet parece querer descolocarse, escaparle a lo fácil, cortejar aquello que percibió de Alfred Kubin: “nosotros sabemos qué riquezas puede aportar el desequilibrio a un espíritu superior”.

Así como los libros de sus horas lo proveen de “noticias”, casi todos sus textos parecen contar la historia de su propia génesis, impresión que transmiten junto a la de querer extraer una lección de cada cosa, sobre todo de la naturaleza: “No es en verdad lo que quiero, pero es en efecto aquello que termina por producirse: la manía de interrogar el mundo para ayudarme a vivir.” La literatura de Jaccottet opera su encantamiento contando la naturaleza (tan real, o más, que lo que nuestra candidez o cinismo quieren hacernos creer) sin pompas ni floreos, las comas numeradas con los dedos.

Otra vez su vecino de estante, Peter Handke, señala: “creo percibir el impulso esencial de su camino en la enérgica negativa a inmiscuirse con el objeto, en la obstinación por dejar en paz, aun cuando busca apaciguar la ‘eterna inquietud’ personal”. Handke describe “la timidez y la paciencia creadas por la escritura” de Jaccottet, que elude con elegancia y ligereza el empaste solipsista y abstracto: “El mundo no puede devenir absolutamente extranjero salvo a los muertos (y ni eso es una certeza).”

El austriaco ve en Jaccottet a un monje zen, y lo compara con el cineasta Yasujiro Ozu y el novelista Yasushi Inoué por su uso del silencio, “no como anuncio de un desastre o como consecuencia de una catástrofe”. En L’Ignorant, en Airs, en Leçons, su concentración lírica, de versos cortos y márgenes generosos, no ha dejado de mirar hacia oriente: “Hay en nosotros un silencio tan profundo/ que si pasara un cometa/ en ruta hacia la noche de las hijas de nuestras hijas/ lo oiríamos”. Jaccottet, para quien “acaso el silencio es el otro nombre del espacio”, se arrimó al haiku –“la ligereza y la transparencia totales”– para alejarse del surrealismo y su abuso de la imagen. Con la convicción de que los poetas de haiku “han acaso sentido y sugerido mejor que los otros, sin decirlo”, una parte de Jaccottet cree que las cosas deben acercarse –y redactarse– alla prima, de una vez, “si las cosas no vienen rápido y fácilmente, no vendrán jamás, y encarnizarse no logra sino arruinarlas.”

A pesar de haber colaborado con sutilísimos pintores como Pierre Tal-Coat, asegura no ser muy proclive al matrimonio pintura/poesía, “excepto en el caso de afinidades verdaderamente profundas, como sucede con mi mujer”. Sin embargo, hay un nombre al que Jaccottet regresa una y otra vez, Giorgio Morandi: una pintura “muy íntima y para nada subjetiva a la vez”, “tan misteriosa como la hierba”. Su afinidad con Morandi no sólo no sorprende (aunque podría haber habido ejemplos todavía más obvios) sino que intensifica el rigor y la abstracción del campo elegido. En La Seconde Semaison comenta sobre el pintor italiano: “uno piensa en los monjes-poetas de Japón, a causa de la modesta pobreza, del bol blanco, o de eso que podría ser un tintero”.

Otro maridaje, ya aludido, se da en la traducción. Traductor del griego (Homero), alemán (Rilke), italiano (Ungaretti), castellano (Góngora), uno se pregunta de qué modo asalta Jaccottet cada idioma: “Más que de lenguas, creo que habría que hablar de los problemas que plantea cada obra en particular; ¡sobre todo si el arco que se transita va desde Homero a Rilke! Es fundamental intentar comprender, y sentir, la especificidad de cada obra, lo cual genera dificultades absolutamente distintas cada vez… Un riesgo es calcar ciegamente el original, hasta el punto a veces de convertir en torpe o disonante algo que no es en absoluto así en el original.”

Editor de las obras de Hölderlin en La Pléaide, Jaccottet dice que “cuando la lengua de Hölderlin, en la creciente tensión de su vida, devino más y más dura y contracturada, como en algunos de los Himnos, un traductor como André du Bouchet, más abrupto en su propio trabajo, me pareció más apto para este período de la obra y nos la hizo sentir como la de un poeta contemporáneo”.

La traducción fondea la obra de otro. Se trata de un tránsito, una transacción (¿de allí el tráfico de armas que ejemplificaba Rimbaud?) que Jaccottet ha venido desplegando también en reseñas y ensayos, cultivando distintas clases de afinidades con diversos poetas. Lo que Jules Supervielle “suscita es menos una forma que una presencia”, sus poemas “buscan más bien hacer pasar una corriente, una luz”. Gustave Roud “nunca transmite mejor la impresión de ser él mismo, de estar presente, que en su casa”. A propósito de Jacques Dupin, reitera que es en el paisaje natal donde se da la verdadera vida. En René Char “la naturaleza misma de su poesía deja poco lugar a la evolución”. Ve en Char el peligro de una obra que termina por “encantarse a sí misma”, una tendencia al “narcisismo poético, pero en términos estilísticos, no de actitud”.

De una intransigencia franca, abierta, animada, Jaccottet explora qué clase de atención ejercita cada poeta. A André Dhôtel lo ubica entre ciertos románticos alemanes y pintores chinos de antaño, “ocupados solamente en permanecer inmóviles para captar, al final de largos años de modesta contemplación, la verdad de una montaña.” Según Jaccottet, Henri Michaux es más sensible a las fuerzas que a las formas: “accesos, arrebatos, apariciones y desapariciones, pasajes.” En Borges subraya el pudor y la entonación. La prosa de Rilke asume “una fuerza contenida y casi silenciosa, una suerte de obstinación piadosa”.

Con la suerte de su lado, lo que un escritor elogia en otros termina actuando –bondadoso conjuro– sobre sí mismo. Recopilaciones como L’entretien des muses, Une transaction secrète y Écrits pour papier journal demuestran, por otra parte, cómo un poeta reservado, extranjero vitalicio en Francia, apartado de París, supo conseguir que la poesía francesa más relevante del siglo XX pasara por él y acicalara, y no oprimiera, su tarea. De todos modos, como el mismo Jaccottet anotó sobre John Cowper Powys: “la obra que se acomoda mal a la crítica tiene todas las chances de ser la más rica y verdadera.”

Muy en línea con su anterior Cahier de verdure, el atento montaje de Et, néanmoins no refiere en absoluto a la carta de otro agrimensor, Kafka, a Milena: “Y no olvides nunca, mientras tanto, tu gran No Obstante”, presenta una síntesis magistral de los asombrosos rodeos de Philippe Jaccottet.

En alguna oportunidad, el poeta suizo-francés escribió acerca de “las tentaciones de la maestría”. ¿Hay entonces algo que aprender o desatender en tanto que escritor? “Creo que es un poco como les sucede a los intérpretes de música: hace falta que hagan olvidar su maestría, de lo contrario se los tilda de ‘puros virtuosos’: al ver su destreza no se oye más la obra; pero sin maestría ¡también traicionan la obra!”.

Ante las páginas de Jaccottet, los antagonismos libro/realidad, destreza/desvarío, se evaporan en el vaivén de una a otra, el puente –como el que se extiende entre dos lenguas, o entre lo visible y lo oculto– se asemeja a una alfombra mágica cotidiana, accesible: “Como si un hombre muy encorvado leyera un libro que está sobre el piso.// Su última lectura.”

Matías Serra Bradford (Buenos Aires, 1969)

Es autor de las novelas Manos verdesLa biblioteca ideal y La guillotina, entre otras. Colabora en diversos medios de la Argentina, en Crítica de México y en la revista inglesa PN Review. Tradujo a John Berger, Iain Sinclair y Patricia Highsmith, entre otros. Seleccionó y prologó antologías de Peter Handke, Robert Aickman, E. H. Gombrich y M. John Harrison. Textos suyos fueron traducidos al inglés, francés, húngaro y portugués. “El poeta como traductor vacilante: Philippe Jaccottet” forma parte de su libro Animales tímidos. 23 poetas perdidos, ediciones Seré breve, Buenos Aires, 2021.                                                                                Foto: Mariana Lerner

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