Gente de río seco
Mercedes Araujo
Acá las lluvias son escasas y la nevada, estacional. Sin embalses no hay riego. La nieve, la gota, kilómetros de canales y acequias. Y al fin, los cultivos. Un destino: agua que nunca alcanza. Gente de río seco que vigila acequias como si por ellas corrieran billetes. Cualquier desviación se resuelve con alboroto y litigio. Cada álamo, vid, olivo, duraznero, cebolla y rosal crece con la guadaña del desierto en la raíz y entre ojerizas vigilantes.
La tierra no vale nada sin agua y los glaciares vociferan alertas sobre el cambio climático (ese que por amor desquiciado a los propios bolsillos algunos niegan); su retroceso es un signo claro del calentamiento del planeta en las últimas décadas.
Pronóstico de tormenta. El calor pesa y los grillos, cri-cri-cri-cri, estridulan como si no respiraran. Una tía abuela nos enseñó a calcular los grados del calorón con un solo grillo. Había que tener papel y lápiz y anotar una rayita por cada nota durante un minuto. Después sumarlas y dividirlas por cinco: 38 grados o 40. Esa noche no las contamos.
Nubes hubo, y relámpagos estroboscópicos, truenos retumbantes de alguna lluvia que ocurrió lejos. Cayeron unos pocos gotones, sí, casi evaporados. Por la mañana el horizonte era de cielo en llamaradas.
Tres días más tarde, en la hora azul de un enero de temperaturas altivas y polvareda reconcentrada, nos llegaría el turno del agua. Lo esperamos todos: la finca de al lado, la de atrás, la del costado, y nosotras, que no tenemos finca pero sí rosales.
El día y la hora del turno los escribe, en un papelito que te entrega firmado, el inspector. Es preciso y puntual. Mendoza es un desierto que solo tiene el 3% de su territorio irrigado, tres oasis en los que cada cauce tiene su democrática inspección. Los regantes se obligan a limpiar los canales, a no derrochar agua, y votan al inspector que controla los turnos y media en las rencillas.
Esa madrugada la hijuela sigue reseca. Lo más probable es que nos hayan cerrado la compuerta para desviar el riego hacia las fincas. Hay un zumbido, un mosquerío en el aire desde hace un tiempo: si el agua es poca, va para los viñedos y, en todo caso, para la chacra. No a los rosales, ni a las salvias, ni a los ciruelos, ni a los aromos, ni al jacarandá y menos a la ruda.
Los incas llegaron cerca de 1481, unos ochenta años antes de la colonia. Domadores de desiertos, compartieron el genio hidráulico con los huarpes, que aprovechaban las correntías naturales, el deshielo que se escabullía entre las costillas montañosas sin guía ni mapas.
En un Acta Capitular de 1566, en la ciudad con unos 224 habitantes, se consigna que había cuatro acequias: “1) la de Allayme; 2) la Tabal; 3) la de Guaimaien y 4) la que pasa por este pucará”. Una acequia por familia, con los nombres de los caciques a cuyas tierras servían. La colonia que todo lo toma se apropió de las tierras con las familias y los caciques adentro. Los nombres se borraron.
Dos siglos después, San Martín heredó un sistema de riego caótico y mal repartido. Le interesaba el vino y también la alfalfa para el muleraje. 1.113 mulares del Ejército Libertador cargarán diez litros de vino cada una, en dos bordelesas de cinco, escribió. Un litro de vino por día, por soldado. Y mandó a sembrar alfalfa para engorde, a construir molinos en las caídas naturales para el trigo, y organizó la primera licitación pública para comprar las miles de barricas con que el ejército se armaría de coraje y abrigo en el cruce de la cordillera.
Ese miércoles esperamos. Vamos y venimos, caminamos hasta la hijuela seca en medio de la noche con serena actitud. Levantamos la compuerta desde temprano, con el agua que llegue vamos a llenar el reservorio y regar una semana. Unas horas más y quedan cenizas de serena actitud. Las estrellas nos distraen porque se nos caen encima pero el agua no canta. Sí el zorzal, que antes de que aparezcan en el cielo las primeras culebras doradas ya silvetea rítmico y acerado desde la punta del álamo. Por ahí aparece un chingolo, de canto apurado y dulzón, siempre ansioso. Las calandrias son descaradas, llenan el aire de imitaciones: copian a los otros dos, y de repente cuelan un silbido humano. Los teros parecen haber dormido con polvo en la garganta. Hace días que picotean el pasto reseco.
Nosotras -mi hermana y yo- nos conocemos, una mirada a las cuatro de la mañana alcanza. Cambiamos ojotas por zapatillas y arrancamos hacia el callejón. Sin luna te traga.
De un lado, las vides con las hojas rizadas en las hileras rectas; del otro, las cebollas cabezonas de Rojas. Caminamos con el Tinto adelante. Tiene los músculos y las orejas alertas.
En los viñedos de los Belloccio el agua corre, casi saltarina. Y entre las cebollas de los Rojas, arrastra hojas y semillas como un mar pandito. Ahí está, la de los rosales, que ya no tienen flores, sino unos muñoncitos secos, garritas apiñadas. Y la de los romeros, que parecen escoltas tiesos.
El callejón es largo, oscuro, bastante pavoroso. El Tinto se larga a perseguir una liebre que cruza y nos abandona. Llegamos hasta el canal guiadas por la lucecita flaca de los teléfonos. Todas las compuertas abiertas menos la nuestra que alguien paleó hasta enterrarla en el barro. Forcejeamos. Sabemos hacerlo. El agua comienza a correr.
La ley de 1884 establece prioridades, y no hay ninguna entre viñas y jardines. El agua debía haber llegado. La compuerta debió abrirse. Eso es todo, Sra. Jueza.
Para cuando la guerra del agua ocupe todos los diarios, tendremos algunas estrategias dignas de contar y buenos alegatos. Hice toda la carrera de abogacía sabiendo que iba a dedicarme a solo una materia: derecho de aguas. Mi primer trabajo fue como asesora del Departamento General de Irrigación. Después vino el derecho ambiental que entonces no existía.
El inspector del cauce también sabe. Si nos presentamos al día siguiente, podrá constatar la falta y abrir una investigación.
—Valiéndose de la oscuridad de la noche, nos cegaron la compuerta de la hijuela para acaparar el agua en sus viñedos y cebollas —quizás digamos, aprovechando la ocasión para darnos algún calce poético.
Tal vez levante un acta, cite a una audiencia y decida que los ladrones deben compensarnos con parte de su turno la próxima semana. O quizás se excuse, nos mire taimado y diga:
—El agua, para los muchachos que producen. ¿Qué pretenden ustedes con sus flores? Caprichitos.

Mercedes Araujo (Mendoza, 1972)
Es autora de las novelas La hija de la Cabra (Lumen, 2024; Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Botánica sentimental (Lumen, 2022) y de los libros de poemas Así es el fuego (Club Hem, 2019), La isla (Bajo la luna, 2010) y Viajar sola (Abeja reina, 2009). Es profesora de Escritura creativa (UNA) y de Política y Derecho Ambiental (UNSADA).
Foto: Alejandra López

Mercedes, querida, qué texto más lindo y necesario. Me encantó. Formas nuevas, bellas y urgentes de hablar del agua. Y sus alrededores mendocinos.
Hola, Mercedes.
Salir de madrugada a recuperar el agua propia es una aventura increíble. Me gustó mucho el texto, alguna vez anduve por viñedos en San Rafael y recuerdo muy bien la cuestión de los turnosde riego, también la lucha por las bombas soviéticas para perforar nubes y convertir piedra helada en agua.
Un gusto leerte.
Un abrazo.
Gustavo