La bisabuela Noye
Agustina Rabaini
Todas las madres guardan
la memoria de la primera
Roberta Iannamico, El collar de fideos
I
La imagen tiene el color sepia de un viejo pasaporte y salió de un documento del fondo de un cofre de mamá. «1925» se lee en el sello de la aduana sobre el margen de este retrato de tres: una familia japonesa recién llegada a la Argentina.
A mi bisabuela Noye se la ve sentada con mi abuelo Toshiyuki en brazos, y a su lado está su marido Kenichi —él de saco y corbata, diez años mayor, tal vez—.
En Santa Fe, la ciudad donde mamá creció, alguna vez dijeron que esta mujer jovencísima no pudo aprender bien el castellano, que era de Tokio, que era moderna y alegre, y que bailaba.
La bisabuela Noye tuvo tres hijos pero solo uno, mi abuelo, vivió hasta la adultez. La pena que habrá tenido, aunque riera y cocinara platos japoneses que intercambiaba por cigarrillos en el kiosco de la cuadra.
II
En la segunda imagen se la ve más pequeña y hermosa, pero no puedo evitar ver la sombra, el sino trágico, por todo lo que vino después. Tiene una pequeña flor en la cabeza, un kimono estampado y un gato en la falda —a los dos se los ve con la misma expresión tranquila—.
¿Y qué significará Noye en japonés? Lo busco y tarda en llegar; aparece solo una traducción que no es. «La bendecida», dice, y yo descreo de lo que la palabra trae… Quiero saber todo de ella y sé tan poco… La imagen familiar está manchada y ahí está con su pelo recogido; en las dos es una niña grande. ¿Usaría el kimono habitualmente? ¿Por qué decían que era moderna para vestirse? ¿Fumaba y estaba mal visto? ¿Había sido actriz en Tokio?
III
Ayer le escuché decir a mamá que quisiera —por fin— viajar a Japón, desandar el camino de sus ancestros. Yo también me convertí en madre hace tiempo y llevo otro tanto mirando a la mía; abriendo la redondez mamushka.
«Matrioskas» se llaman las muñecas que se contienen unas a otras en Rusia. Las hacen con madera de tilo y simbolizan el prodigio de anidar.
A mí hace tiempo que Noye, esta madre misteriosa, me llama. Cuando le pregunté a la mía por su muerte temprana, estábamos cenando y lloró. Creo que podría llorar todavía, si le pregunto.
Su abuela japonesa supo parir a una beba que murió a los seis meses. Poco después se quitó la vida de un modo que ya nadie quiere recordar. ¿Mamá llora por su padre huérfano, o es esta mujer, Noye, la que la hace llorar todavía?
«Lo que ha sido y ya no es», escucho ahora y vuelvo a las fotos.
IV
La primera fotografía está ajada y la segunda, un poco rota… Cuando un objeto ha sufrido un daño y tiene una historia, los japoneses dicen que se vuelve más hermoso; llegan a reparar sus fisuras con oro.
La imagen de Noye me mira desde un portarretrato, me trae preguntas y ha quedado fija en el centro de mi biblioteca. Otras cosas se mueven; todas menos esta.
A veces pienso, casi jugando, que tras ver Tokyo Story —el film de Yasujirō Ozu— también necesité armar mi propio relato: imaginar para entender, reponer o beber de ese mundo misterioso y lejano.
Entrar en el misterio de una foto tocando, apenas, el misterio de una vida… Rememorar el lugar de una mujer de mi familia, una matrioska, una mamushka o, mejor, una obāsan. Una kokeshi.
Debe ser cierto que las madres guardamos —en el cuerpo— la memoria de la primera.
Obāsan: abuela.
Kokeshi: muñeca.
Agustina Rabaini (Santa Fe, 1974)
Periodista, editora, escritora. Publicó los libros Al borde de los días (Alción editora); Del bosque florido: una vida en recetas (Periplo ediciones); Una nube brillante (en coautoría con Gabriela Salem, MareMium) y Lo que persiste (Saltaelpez). Dicta talleres de escritura, lectura y redacción periodística. Colabora con medios nacionales y extranjeros. Es Magíster en Escritura Creativa (UNTREF). Vive en Buenos Aires. El relato publicado forma parte de Más allá del haiku, antología de autores Nikkei de Latinoamérica, Fondo Editorial de la Asociación Peruano Japonesa (APJ), 2024.
Foto: Marcos Brindicci
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