La pausa

La pausa

Inés Garland

Mi madre decía que a partir de cierta edad ya no se trata de agradar sino de no desagradar. A ella se lo decía su padre.  A partir de cierta edad era su manera de llamar a la menopausia. Jamás la oí decir esa palabra cuando era ella la que la atravesaba. Yo no estoy tan segura de que la menopausia se atraviese. Más bien diría que es ella la que nos atraviesa.

Los médicos del siglo XIX creían que las mujeres que trabajaban en ocupaciones “poco femeninas”, como las pescadoras, eran las más propensas a una menopausia precoz. Estos médicos victorianos también creían que a las mujeres menopáusicas les crecían escamas en los senos y presentaban una irracionalidad mórbida y “pérdida de la gracia femenina”.

Tal vez por eso mi madre no la mencionaba. 

No tengo escamas en los senos, pero en las reuniones por Zoom, que parecen haberse vuelto inevitables, miro con sobresalto mi cuello, mis párpados, cada vez más encapotados. Cuando estoy acostada en la cama y me distraigo, me topo con la piel de mis piernas como hollejo seco o trechos de piel como el revoque de un mal albañil. Camino por el pasillo del cuarto al baño y me agarro el culo. Digo la palabra y me aparece la preocupación por el nivel de lengua. Culo es tan coloquial, tan de la calle. O de la intimidad. Nalgas, ancas, trasero, grupa. No. Culo. En un poema, Bukovsky habla de las mujeres que estuvieron con él y se levantaban de la cama después del amor; las ve de espaldas, dice los “bashful buttocks in the dark”.  ¿Los culos pudorosos en la oscuridad? El cuerpo y el pudor. Nombrar el cuerpo en mi propia lengua, en mis traducciones, es otra preocupación frecuente. Me agarro mis buttocks. Una vez, a los cuarenta y tres, me di cuenta de que mi culo era hermoso, que había sido más hermoso aún, firme y redondo: mi amante se sacó una foto mordiéndolo, fue una revelación. 

Esto de ahora fue de repente. Sigo caminando por el pasillo con los brazos hacia atrás y lo toco, el glúteo derecho con la mano derecha, el izquierdo con la mano izquierda. Puedo hacer un manojo con su blandura. Nunca había sido así. Mi culo era hermoso. Yo no lo sabía, pero tenía un culo hermoso. 

Lo que descubrí hace poco es mucho peor que lo que le pasó a mi cuello, a mis párpados, a mis tetas, a mi culo hermoso —con qué facilidad le pongo el adjetivo ahora que siento que es tarde. Me refiero al suelo pélvico. ¿Se le llama así? ¿A quién se le ocurrió llamarlo así? No es un suelo, es una fruta, una fruta del mar. Ahí está, en su caperuza, la semilla lisa y mojada que desencadena prodigios, y ahí están los labios moluscos flanqueados por dos largas islas. La consistencia de esas islas era otra, suculenta, firme. Aunque firme me hace pensar en madera o piedra y no; en El beso, de Rodin, bajo la mano abierta del hombre, bajo sus dedos, esa carne firme y elástica que ahí sí es de piedra hace que se me anude la emoción en la boca del estómago, en la garganta. ¿Es anhelo? ¿Nostalgia? ¿Cómo hizo el escultor para dejar en piedra el deseo? Me estoy yendo de tema y de territorio, de suelo. Había oído hablar de eso, de la pata de camello en los pantalones ajustados y con el tiro demasiado corto, había visto cómo la costura del pantalón se mete justo ahí, en la raja, y separa lo que parecen los dedos carnosos de un camello. ¿Quién le puso ese nombre? ¿Por qué se dice con asco? Lo veía en las mujeres jóvenes y jamás de los jamases lo había asociado a la vejez. Ahora eso que toco entre mis piernas tiene una consistencia nueva, se deja aplastar con una docilidad sumisa, extenuada, se convierte en nada, desaparece dentro de mí.

Mis tetas, mi culo hermoso, mi suelo pélvico. Todas estas partes de mi cuerpo ahora son maleables, se aplastan, de pronto soy una mujer descarnada. En una de las noches de Las mil y una noches la multitud reunida en la plaza espera el paso de la princesa y ahí, entre la gente, está la vieja nodriza con los brazos en alto para saludar a su niña que se convirtió en mujer. Ahí estaba, en mi lectura, el adjetivo alimaña: los brazos descarnados de la nodriza, dice. Descarnada. Quizás la carne se me volvió arena. Soy una mujer llena de arena, voy dejando rastros de mi propia erosión cada día. 

Hubo un tiempo raro antes, pero no sé si le presté tanta atención. Eran los dos o tres años de la premenopausia. Creo que, mientras pude, miré para otro lado. Está muy bien. Ser precavida no me hubiese servido de nada. Tengo una foto en blanco y negro que uso mucho para las solapas y las convocatorias, una foto rara, no estoy mirando a cámara. Me la sacó un fotógrafo alemán con teleobjetivo. Lo que él no podía saber, pero yo recuerdo perfectamente es que, en esa cena de la inauguración del festival, rodeada de escritores de distintas partes del mundo, en esa primera noche de encuentros y celebración, en el preciso momento en que él, el fotógrafo oficial del festival, apretó el gatillo, yo estaba mirando hacia abajo en el medio de un ataque de calor. Yo la veo y sé. Me acuerdo porque apenas la sacó me la vino a mostrar. Quería salir corriendo de esa mesa o decirles a todos ¿Saben lo que me está pasando? Me corre la transpiración por la espalda, tengo la nuca empapada, las piernas mojadas, me está saliendo agua de adentro como si mi cuerpo estuviera agujereado. No puedo más. 

Nadie sabe nada de los otros. 

Esos calores duraron tres o cuatro años. Los tan mentados calores. ¿Y los fríos? ¿Por qué nadie habla de los fríos de la menopausia? De esos fríos que parecen venir del futuro, de los propios huesos enterrados. Me daba el frío, me abrigaba, me ponía medias, aunque estuviera en verano o adentro de la cama, me tapaba, me hacía un ovillo, no había mucho que hacer. En una época metía los pies en una palangana de agua hirviendo. Me los escaldaba. A veces tenía que sacarlos para no pelarme. Acostumbrarlos hasta que toleraran el agua hirviendo. Me quedaban rojos, pero era lo único que aliviaba el frío. A los veinte minutos cronometrados: el calor. Un volcán en erupción. Empapada. Los muslos, los brazos, el pecho, el cuello, la cara, el nacimiento del pelo, la nuca. A la noche terminaba pateando las sábanas, las frazadas, las medias que me había puesto hacía veinte minutos. Después de semejante inmersión en la inclemencia, tenía insomnio. ¿Cómo evitarlo? Eso también fue nuevo para mí, el insomnio, las catástrofes en medio de la noche. 

No me siento confortable como una de esas prendas gastadas por el amor, como dice Sharon Olds en su poema “Más vieja”, aunque también dice que su cuerpo haría gritar de terror a una mujer joven, pero a ella misma a los ochenta, no. No sé si yo no voy a gritar a los ochenta. A lo mejor sigo gritando. Creo que no, el golpe es demasiado reciente, todavía estoy recuperándome, pero creo que algo está cambiando otra vez. Algo que no es el culo.

Inés Garland (Buenos Aires, 1960)​

Escritora, traductora y coordinadora de talleres de narrativa. Ha publicado novelas y libros de cuentos para adultos, jóvenes y niños y ha participado en diversas antologías. Sus libros fueron traducidos al alemán, francés, holandés, ruso e italiano. Es la primera autora hispanohablante en ganar el prestigioso Premio Deutscher Jugendliteraturpreis por su novela Piedra, papel o tijera. Tradujo a Sharon Olds, Lydia Davis, Jamaica Kincaid y Louise Glück, entre otras autoras. “La pausa” forma parte de Diario de una mudanza, nuevo libro en proceso.
Foto: Alejandra Urresti

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