Las cosas de mi biblioteca

Las cosas de mi biblioteca

Cecilia Ferreiroa

 

Siempre pongo algo apoyado contra los lomos de los libros de la biblioteca. Me parece triste dejarlos pelados, son deslucidos y en serie, apenas varían en altura y en ancho y por lo general no tienen colores muy vivos. Vistos así desde lejos no dicen nada, como un alfabeto de un idioma desconocido. Entonces los objetos o imágenes que pongo delante los avivan un poco y agregan algo más personal. Son cositas mías, que me gustan y que voy recolectando en mi paso por el mundo. Una pequeña colección personal. Y son pequeños. Los objetos de por sí deben serlo porque el espacio libre del estante que queda es angosto. Hay un pececito de plata que me regaló mi tío Fede. Él tenía gran sentido artístico y solía tomar o llevarse cosas bellas siempre que podía. Yo no lo pienso como robos, sino como sustracciones. Él sustraía un objeto de un lugar en el que estaba, pero no necesariamente al que pertenecía. En este caso, lo tomó de una iglesia, no recuerdo de dónde, probablemente de alguno de sus viajes por Europa. Es un pez hueco y se abre para dejar un mensaje interior. Esa posibilidad lo convierte en depositario de un secreto, algo que lo hace más interesante para mí. Es uno de los objetos que más amo. Pegado al pececito está la tortuga de plata maciza que me traje de España. No es mucho más grande que la uña del dedo gordo, pero está llena de detalles. Para verlos, en especial el pliegue del cuello, se necesita una lupa. Algo que me hace pensar en un tipo de cautela, una manera de preservar sin ocultar. Juntos, con el pececito, forman el reino animal de la biblioteca. No muy lejos, en el estante de arriba, está el barquito que traje de Brasil, que crea con el pececito y la tortuga, lo noto ahora, una zona marina, que además se conectan entre sí por el viaje. Es curioso que rodeando los libros haya armado una zona de viaje, de viajes reales que hice, acompañando a los imaginarios de los libros. Aprendí a prestar atención a las ciudades en las que transcurren las historias gracias a Caíto, cuando noté que mucho de lo que él sabía de algunos lugares lo había conocido por las novelas. Ahora cada vez que se menciona un lugar, voy al mapa, busco algo más. En otro de los estantes de la misma biblioteca, está el ex libris que compré hace muchos años y que en una época lo grababa en la primera página de cada nuevo libro, como signo de pertenencia. Es la espalda de una mujer desnuda que tiene un gran rodete. Cuando la vi por primera vez me hizo pensar en una geisha y en esas series de pinturas eróticas japonesas. En seguida se volvió algo muy propio, no porque sintiera que la figura se pareciera a mí, sino quizás porque me aludía como lo hace la firma. En algún momento dejé de usarlo. Todavía lo conservo como algo íntimo.

No suelo tener fotos de escritores, excepto una de Rodolfo Walsh, que no recuerdo cómo llegó ahí. Quizás de alguna muestra, porque suelo tomar postales que me gustan de las muestras que visito y las pongo en la biblioteca, que parece su lugar natural. Si bien es cierto que esas postales no quedan fijas, tampoco es que yo las saque. En verdad, desaparecen por sus propios medios. Se caen o se vuelan. Y las olvido. También ese parece ser su destino. Curiosamente la postal de Rodolfo Walsh permanece, adosada al estante, y me recuerda que en una época estaba fascinada con sus libros y sus escritos políticos. Está joven y concentrado, perfectamente reconocible desde lejos, con esos anteojos de marco grueso y unos papeles en la mano. Se lo ve feliz, sentado en un escritorio.

Ahora que dije que no suelo poner fotos de escritores noto que, sin embargo, tengo algunas. Pero no son postales, ni fotos en sentido estricto. Son las tapas de los mismos libros, que pongo apoyados sobre los lomos. Es verdad que los pongo así porque no hay lugar para ponerlos alineados con los otros, pero suelen ser libros con tapas lindas y algunos son retratos. Está la cara de Eudora Welty, semi sonriente y con un corte taza, que es la tapa de su autobiografía, tan serena y reflexiva, sin estridencias. En otro estante, en una biblioteca a la izquierda, está la tapa vegetal del libro de Stefano Mancuso, La nación de las plantas. Cada vez que entro al estudio la veo, es la primera que salta a mi vista, y me da una sensación agradable. Me recuerda ese hermoso libro, que me permitió entender el mundo desde la perspectiva de las plantas, aunque muchas de sus afirmaciones sean tan dramáticas. Pensándolo mejor, creo que lo que más me gusta es ver esas tapas de libros queridos, mucho más que cualquier objeto o postal que ponga. Sucedió sin que lo buscara, por una cuestión de espacio, pero también por algo más, que hasta este momento desconocía. Al verlos recuerdo la increíble experiencia de lectura. Algo de lo que hicieron en mí, vuelve. Y me produce felicidad evocarlo cada vez que entro al estudio, traído por su tapa. Como ya mencioné, los lomos alineados no tienen ningún efecto en mí, hay algo burocrático en su orden, y frío. Lo que me permite ver otro aspecto de la importancia que le da Calasso al arte de tapa en la labor del editor. La tapa, incluso más que el título, es central para evocar la felicidad de la lectura. Cerca de la foto de Eudora Welty, puesto que son del mismo país, está la tapa del libro de H. D., Fin al tormento. Se ve la foto de ella joven, curiosamente con el mismo corte taza que Welty. Mira hacia un costado con expresión triste, donde está la foto de Ezra Pound. Son dos fotos independientes, puestas juntas para la tapa, pero H. D. parece volcarle su tristeza a él. La foto de Welty está al lado de la de Pound, y si fuera un trío quedaría claro quién dejó a quién y por qué. Welty tiene una mirada luminosa y se la ve feliz. Probablemente H. D. no llegue a verla porque Pound se interpone, quizás protegiéndola. Todavía recuerdo la lectura de ese libro cada vez que veo la tapa, la sorpresa que me produjo la forma de contar algo intenso y traumático. Su escritura vuelve sobre escenas del pasado en torno a Ezra Pound, su noviazgo con él cuando era muy joven y la manera dolorosa en la que él la dejó; dice cada vez un poco más, pero nunca todo.

Dejé para el final un último objeto que no es mío. Está en una zona de la biblioteca que tiene los objetos o postales de Caíto. Es su colección, en la que yo no intervengo. Los estantes están llenos de objetos, a veces agrupados, casi apiñados. Hay todo tipo de cosas; su capacidad de recolección es mucho mayor que la mía. Son objetos o imágenes que nunca conozco del todo, en los que no me detengo mucho y que me son extraños. Por momentos me hacen pensar en el espacio de un boticario, un laboratorio de recuerdos y experiencias ajenos. Pero hay uno que me gusta y que siempre veo en mi recorrido visual al entrar al estudio. Es una pintura en miniatura, que no mide más de cinco centímetros, y que tiene un marco de madera oscura en relieve. En verdad, no por ser mínima deja de ser una verdadera pintura ni un mundo completo. Desde la puerta del estudio no se llegan a ver más que manchas verdes y claras, pero al acercarse está todo ahí: el campo, la casa, los árboles, el cielo pálido.

 

 

Cecilia Ferreiroa (La Plata, 1972)

Vivió su infancia en el exilio, primero en Venezuela y luego en México. Es autora de los libros de cuentos Señora Planta (Blatt & Ríos, 2016) y La parte enferma (Obloshka, 2020). Integró la Antología Cuento Digital Itaú 2012 y publicó narraciones en diferentes revistas y suplementos periodísticos, así como algunas reseñas. Fue una de las organizadoras del ciclo de lecturas en vivo “Lecturas y Licores” en la librería Caburé de San Telmo. Trabaja en programas de promoción de la lectura y de acceso al libro, y dicta talleres de escritura. Su próxima novela, Nombre de familia, saldrá en 2025 por el sello EMECÉ.
Foto: María Cirer

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