Liberación del elefante
Fabio Morábito
Esto tiene de peculiar el elefante: no puede saltar, no puede dejar de apoyar al menos una pata en el suelo, no sabe qué significa abandonar aunque sea por un instante la tierra, y puesto que no lo sabe, puesto que ignora la experiencia de volver ileso a la tierra después de un salto, no sabe si está vivo o no, y vive en un permanente estado letárgico. De ahí la apariencia anciana del elefante. Al no tener la seguridad de estar vivo prefiere, para evitarse decepciones, hacer vida de viejo. La liberación del elefante es pues un problema complejo, porque en cierto modo ese animal, más que ningún otro, es incapaz de liberarse. Quizá los elefantes mantienen el suelo en su sitio para que salten los otros. Alguien, después de todo, debe encargarse de no perder nunca contacto con la tierra. ¿Qué ocurriría si nos viniera a faltar esta certeza? ¿Podríamos dormir como antes? Quizá dormimos porque los elefantes no saltan y en ello radica nuestra tranquilidad y quizá la tranquilidad de todas las especies. Al fin y al cabo, pensamos, tienen su trompa, que nadie tiene más que ellos. Tal vez con su trompa han resuelto el problema del salto, porque si saltar consiste en salirse un segundo de lo real para llegar más rápido, para llegar sin los pies, la trompa, sin duda, representa un salto, y si saltar es hacer que nuestros pies tengan la habilidad de las manos, ¿qué mayor habilidad que la de la trompa, esa quinta pata que es una mano secreta y fantasiosa?
La trompa, cercana al salto, eslabón previo a la facultad de saltar, es aquello que los otros animales, con tal de no perder la ebriedad del salto, han renunciado a tener. Con su versatilidad, la trompa le proporciona al mayor mamífero terrestre un atisbo, sólo un atisbo, de la volatilidad y del desprendimiento que el salto le otorga a los otros animales, con lo cual volvemos a lo mismo: el elefante no se ha liberado. Está a un paso de hacerlo, pero mientras no renuncie a su trompa, a esa quinta pata que le impide saltar, no podrá aspirar a ser libre.
Creo que no hay elefante que no sacrificaría su trompa para dar un único salto que le diera, al fin, la seguridad de estar vivo. ¿Por qué, entonces, la especie no evoluciona en este sentido? Porque no lo quieren las matriarcas, las conductoras de las manadas de los elefantes, las grandes memoriosas que, con su capacidad monstruosa de recuerdo, saben siempre adónde deben conducir a los demás elefantes en busca de comida y de agua. Son ellas las que se oponen a la liberación del elefante, o sea al salto. Temen que en el momento en que sus cuatro patas abandonen simultáneamente la tierra, olvidarán todo lo que saben. La memoria de los elefantes es uno de los milagros de la naturaleza y, como todo milagro, es frágil. Quizá sea suficiente un salto para que esa creación portentosa se arruine. No me parece exagerado afirmar que la memoria de los elefantes fue creciendo como resultado de la primordial renuncia a saltar. Alguna protoelefanta debió de intuir, allá hace unos millones de años, que era preciso, para saberlo todo, renunciar a alguna plenitud, a alguna locura pasajera. Es probable que al principio no quedara muy claro que el elemento que debía sacrificarse era el salto, pero a la larga se vio que eso de abandonar de raíz el suelo, aunque fuera momentáneamente, producía un relámpago intuitivo acerca de la fundamental unidad de todas las especies, pues durante el salto cualquier animal es todos los animales. Ese fulgor nos libera por un momento de los hechos nimios que, encadenándose entre sí, constituyen la trama de una vida. En este sentido, los elefantes optaron por la trama en contra del aliento poético, pero sin renunciar completamente a lo segundo. Renunciaron, podemos decir, a cierto tipo de experiencia poética, la que se asocia a la embriaguez visionaria, pero inventaron, a través de su trompa, otra senda de la poesía menos espectacular y luminosa, que tienta sensiblemente las cosas, las soba con arrugas de dolor y las acepta como son, devolviéndole, por así decirlo, su derecho a no saltar, a no ser más que ellas mismas, que es, no cabe duda, una de las grandes conquistas de la poesía.
Fabio Morábito (1955)
Nació en Alejandría de padres italianos, a los tres años su familia regresó a Italia y a los 15 años se trasladó a México. A pesar de ser su lengua materna el italiano, ha escrito toda su obra en español. Varios de sus libros han sido traducidos al alemán, al inglés, al francés, al portugués, al italiano y al chino. Ha escrito poesía, cuentos, novelas y ensayos, recibiendo varios premios nacionales e internacionales, el último de los cuales fue el Xavier Villaurrutia en México y el Roger Caillois en Francia, ambos por su novela El lector a domicilio, que en Argentina circula bajo el sello de Gog & Magog. Es investigador en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.
Foto: Barry Domínguez
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