#LifeAsACyborg
Margarita Saona
Durante esos meses del verano septentrional del año 2016 que pasé en el hospital Christ con mis órganos vitales —el corazón, los pulmones y los riñones— severamente impactados por una arritmia fatal y funcionando gracias a diversas máquinas, escribí los siguientes “Tweets” bajo la etiqueta #LifeAsACyborg. Esto es, más o menos, lo que decían:
Te despiertas y es una máquina la que bombea tu corazón, pero tú te sigues sintiendo tú. Solo que un poco menos. #LifeAsACyborg
No puedes recordar el origen de tus cicatrices. #LifeAsACyborg
Los que te cuidan no pueden encontrar partes que le queden a tu cuerpo. #LifeAsACyborg
Tu cuerpo ha olvidado cómo funcionan los cuerpos, pero tampoco quiere cooperar con la máquina. #LifeAsACyborg
Tienes que confiar en que tus humanos mantengan tus máquinas en buenas condiciones. #LifeAsACyborg
Es la 1 de la madrugada y cuatro personas intentan, sin mucho éxito, reparar la máquina que hace funcionar tus órganos. #LifeAsACyborg
Sueñas, literalmente, estar conectada solo a una máquina. #LifeAsACyborg
Imaginas cuán ligero, cuán libre, se sentiría tu cuerpo si pudieras desconectarlos de las máquinas. #LifeAsACyborg
Has olvidado dónde termina tu cuerpo y dónde comienza la máquina. #LifeAsACyborg
A mediados de la década de los 80, Donna Haraway, sacó a la luz su Manifiesto Cyborg, proponiendo abolir las viejas categorías binarias del feminismo identitario junto con las dicotomías mente/cuerpo, animal/humano, organismo/ máquina, público/privado, naturaleza/cultura, hombres/mujeres, primitivo/civilizado, etc. Todo eso está muy bien y es muy interesante. Muchas de las cosas que propone pueden conducirnos a reflexiones importantes sobre el capitalismo y la biopolítica, sobre la inteligencia artificial, sobre los límites de las ideas sobre el género sexual y sobre la humanidad. Pero debo decir que una cosa es cuestionar nuestra humanidad desde la teoría y muy otra hacerlo desde la insuficiencia del cuerpo.
Cuando una despierta boca arriba, con sus órganos vitales intervenidos por una serie de máquinas, se nos impone una pregunta: ¿Y qué si en lugar de los riñones o el corazón hubiera fallado el cerebro? ¿Podría estar articulando estas preguntas? ¿Si hubiera sido el cerebro, todavía podría pensarme como “yo”? ¿Está el “yo” localizado en el cerebro? ¿Tiene sentido decir “yo”? Una fascinante pregunta filosófica capaz de producir terror en ese cuerpo que está boca arriba, inmóvil.
En mi caso, decir “yo” era una necesidad imperiosa manifestada en poner esas líneas de arriba por escrito, registrando la consciencia en el lenguaje.
Haraway tiene razón cuando dice que el cyborg es irónico. Lo que me sonaba en la cabeza esos días eran cosas como la canción “Cerebro electrónico” de Gilberto Gil cantada por Marisa Monte: “O cérebro eletrônico faz tudo/Faz quase tudo/Faz quase tudo/Mas ele é mudo […] Ele é quem manda/Mas ele não anda […] Eu cá com meus botões/De carne e osso/Eu falo e ouço…” También viejas canciones de Miguel Ríos como “Retrato robot” o “Amor por computadora”.
Las preguntas sobre la consciencia y la subjetividad son indisolubles de lo que para Haraway es el mito del ser orgánico. Ella cuestiona el humanismo occidental que eleva la idea de una unidad original y del desarrollo de la persona como un proceso de individuación. Y la pandemia causada por el COVID 19 es una clara muestra de lo difícil que es la interconexión que nos une, no solamente como seres humanos, sino en nuestra relación con la naturaleza, capaz de transmitir virus, y con la ciencia y la tecnología que busca curas y vacunas. Mis experiencias como cyborg fueron, también, iluminadoras en ese sentido, y, sin embargo, ¿soy capaz de desprenderme del “yo”? ¿Hay una lengua en la que se pueda conjugar el verbo sin un sujeto?
En mi caso la enfermedad simultáneamente me descubrió la propia vulnerabilidad y la vulnerabilidad ajena, las formas en las que dependemos de otra gente, y el hecho de que nuestras vidas no son ni más ni menos que otras vidas, pero que vivimos en un sistema que facilita la supervivencia de aquellas que valora más. Somos parte de una compleja red vital. Intento, así, entrar en modo Zen y asumir que no soy nada más que parte del universo. Pero el “yo” regresa…
Salí del hospital con máquinas fuera y dentro del cuerpo: una bomba en cada ventrículo tenía un cable conectado a una unidad de control externa que debía conectarse a su vez a dos baterías, o a una batería y a un cable con un adaptador para el enchufe de electricidad. Como las baterías duraban un tiempo limitado, para dormir debía conectar un cable para cada control al enchufe de la pared. Si quería ir al baño en medio de la noche, debía desconectar los dos cables y reconectar las otras dos baterías. Caminaba por el mundo con todo el equipo en un chaleco que pesaba lo suficiente para abrumar mi debilitado cuerpo. Además tenía que cargar con baterías de repuesto que requerían un maletín también pesado. Los aparatos de asistencia ventricular producen un flujo constante en las bombas, lo que hace que el corazón funcione sin latidos.
Recuerdo una novela de Laura Riesco, El truco de los ojos, en el que una niña por primera vez se corta un dedo y ve salir sangre de su piel. Riesco describe el horror infinito de la niña al ver violada la frontera física de lo que considera su cuerpo y descubrir así que no somos este perfecto todo envuelto en nuestra piel. Se rompe la división entre el adentro y el afuera, se revela nuestra vulnerabilidad, y también el hecho de que somos un montón de cosas que ignoramos. Ver dos huecos en mi torso del que salen dos cables e imaginarlos recorriendo mis entrañas hasta llegar a mi corazón para conectarse ahí a dos bombas insertas en mi ventrículo me producía un enorme malestar. En la novela Cielos de la tierra de Carmen Boullosa hay, entre otras realidades, un mundo distópico en que la gente va perdiendo el lenguaje junto con su humanidad. Uno de los pasajes más espeluznantes de la novela describe cuerpos deshumanizados que al ser abiertos revelan “un sinnúmero de cosas”: “no de vísceras, sino de cosa, cosas, de diferentes colores y formas, cosas acomodadas en riguroso orden y economía de espacio adentro del cuerpo”. Hay en los textos de estas escritoras un horror primigenio que comparto, criada como ellas en el mito de nuestra humanidad incorporada en una entidad orgánica, entera e inviolable.
Hoy ya no tengo los cables, solamente un marcapasos. Cada vez que me paso la mano por el pecho, todavía me estremece sentir algo como una cajita dura entre mi piel y mis costillas. Junto a mi mesa de noche, un monitor transmite señales que le dejan saber a alguien en alguna parte del mundo, si el marcapasos tiene problemas. Trato de no pensar en eso demasiado y asumir mi existencia de cyborg light. Pienso en varias de las cosas que promete el cyborg utópico de Haraway, pero, entretanto, me reconforta el latido de mi corazón.
Hoy, de vez en cuando, trato de pensar en esos meses en que mi vida dependía del funcionamiento de las máquinas y me invaden simultáneamente la maravilla y la gratitud hacia la tecnología y el alivio de no tener que depender de sus cables y enchufes para sobrevivir. A ambos lados de mi torso dos cicatrices como pequeños ombligos adicionales me recuerdan esos cordones umbilicales de la tecnología que le daba vida a mi moribundo corazón.
Margarita Saona (Lima, Perú, 1965)
Lectora, escritora y maestra. Vivió en Nueva York y está radicada en Chicago, donde enseña en la Universidad de Illinos. Es artista marcial y sobreviviente de un trasplante cardiaco. Entre sus intereses están la memoria, la fenomenología y el cuerpo en la escritura y en las artes. Ha publicado tres libros de ficción breve y el poemario Corazón de hojalata/Tin heart (2017). Es autora de numerosos ensayos y textos académicos. Su ensayo sobre las intervenciones médicas, De monstruos y cyborgs, fue publicado en Lima por la editorial Intermezzo Tropical en 2023 y en Norteamérica bajo el sello Lobo Estepario. Su publicación más reciente es una adaptación del blog que mantuvo durante su enfermedad: Corazón en trance: bitácora de una sobreviviente (Lima, 2024).
Foto: Ana Gore
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