Panteones

Panteones

Ana Fornaro

Ana, ¿tenés un segundo? Te llamo; quiero decirte algo. Compramos un terrenito precioso ahí en un cementerio de la Costa de Oro. Es para que tengas un lugar donde dejar las cenizas después. Al final decidimos que nos vamos a cremar. No tiene sentido lo otro y esto era más barato. No, es un quilombo. Lo del panteón del Cementerio Central es un clavo. Hay que sacar como seis generaciones de muertos y además no se puede vender porque está justo en un lugar que es patrimonio histórico. Para venderlo tenemos que hacer una declaración de pobreza. Ni idea, se llama así. No vamos a hacer la declaración esa, salvo que vos quieras el panteón. ¿Para ti es importante? Ay, pero de qué legado me hablás si no conocías a nadie de los que están ahí. Además, mi madre está en el Cementerio del Buceo. Quedará eso ahí. Sabés que cuando llueve se inunda y me llaman porque empiezan a flotar los huesos. Y yo qué sé de quién, de alguien, Ana. O de varios a la vez. Te acordás que hace unos años hubo que hacer lugar para la madre de Silvia. Claro, se lo prestamos. Sí, sí, se puede prestar los panteones a gente que no sea de la familia. Pensé que te había contado. Bueno, y ahí fue cuando me dijeron que tenía que sacar gente porque se salían. Y lo hablamos y decidimos que lo mejor era la cremación. El tema era yo, porque él siempre quiso que lo cremaran. Te acordás que él decía a mí que me cremen y yo me enojaba porque me parecía, no sé, frío. No, ahora no me parece frío. Me parece práctico. Además, ¿tú irías a visitar mi tumba? Porque si para ti es importante lo de la tumba, no sé, lo vemos. Ahí en ese parque de la Costa de Oro podés dejar la urna e ir a visitarla. ¿Tú querés la urna? ¿Tendrías una urna en tu casa? ¿Arriba de una estufa a leña? Bueno, capaz que para cuando yo me muera tenés una estufa a leña. No, en serio, ya está todo arreglado. Cuando vengas vamos a hablar de eso, ya tengo todos los papeles juntos. Sos mi única heredera, Ana. Los documentos están en una carpeta celeste en el escritorio. Ahí está todo. Sí, sí, andá. Después hablamos. Era eso nomás. Pero para que te quedes tranquila.

Mi madre no está a punto de morirse, pero se está preparando para la muerte desde que tengo memoria. Esta conversación la tuvimos hace unos años cuando con su marido decidieron la cremación. Entonces me llamó una mañana y mientras yo miraba edificios de Buenos Aires por la ventana, ella describía el verde del cementerio nuevo en las afueras de Montevideo. No me sorprendió el llamado ni la información. La muerte para nosotras es como una parienta. Una tía segunda a la que no se ve seguido pero sabemos que está y hay que estar atentas y hacerse un poco cargo. Llamarla en su cumpleaños, llevarle un budín en Navidad. Incluso cada tanto tocaba el timbre. Durante años, en nuestra casa una vez por mes sonaba el portero eléctrico y eran “los muertos”. Mi madre se apuraba a buscar una plata de adentro del cajón de la cómoda de su cuarto y me decía: Ana, contestá que son los muertos. El señor de los muertos subía y le dábamos la plata. Fin del trámite. Eso duró más de una década, el tiempo que le llevó a mi madre pagar su propio velorio. Los 80 y 90 fueron décadas de crisis económicas en estos lados del mundo y nuestra casa no fue la excepción. Había poca plata. Entonces mi madre se quedó tranquila cuando consiguió una promoción en una casa fúnebre: un dos por uno en velorios al que se asoció con su mejor amiga. A veces tratamos de sacar la cuenta de cuánto pagó, pero es un cálculo difícil. En todo caso, sabemos que va a ser una ceremonia digna.

Mi madre recuerda el día del velorio de la suya como espasmos. Gente que entraba y salía del apartamento. Ella, hija única, y su padrastro Milton recibiendo amigos, gente de la política, actores, escritores, periodistas. La abrazaban, le decían que no podía ser, que no iba a existir nunca mujer así. Mi madre no lloraba, se mostraba entera, mucho más adulta de lo que era. En un momento la periodista María Esther Gilio apareció para saludar y mi madre no la dejó entrar. Mi abuela y María Esther eran dos mujeres solares y complicadas y el tiempo que compartieron redacciones y fueron amigas mantuvieron una competencia sorda. Mi abuela estaba muy metida en política —al momento de su muerte fundaba la revista del primer partido de izquierda uruguayo, el Frente Amplio—, pero se había hecho conocida como humorista y María Esther tenía reconocimiento como periodista brillante y comprometida —lo era—, y creo que a Elina eso le pesaba.

Del lado de María Esther no tengo muy claro qué pasaba porque no tuve la oportunidad de preguntarle y ahora está muerta, como la mayoría de las personas que fueron a ese velorio.

Cuando le recuerdo a mi madre el desplante a María Esther, se avergüenza. Era joven, estaba enojada y necesitaba odiar a alguien.

En una de mis idas a Montevideo quise visitar la tumba de mi abuela. Nunca lo habíamos hecho, aunque ella esté enterrada a pocas cuadras de mi casa materna. El cementerio toma el nombre del barrio y el barrio se llama así porque en 1752 naufragó un barco portugués y esa parte del Río de la Plata se llenó de buceadores buscando tesoros. El Cementerio del Buceo es un parque majestuoso construido sobre una loma. Desde allí se ve la franja costera, la línea de edificios, los autos que van y vienen por la rambla sin pensar que arriba está lleno de muertos y de familiares de muertos que los miran pasar. 

El día en que quise ir a ver la tumba de mi abuela era domingo electoral, segunda vuelta, volvíamos de votar y le dije a mi madre: estacioná acá y vamos aunque sea un rato y saludamos. El sol estaba rabioso y las calles también, con banderas que salían de las casas y de los autos, las bocinas sonando. Nos metimos sin flores ni nada, porque los puestos de la vuelta estaban cerrados, y empezamos a deambular buscando la lápida. Era un oasis. 

Mamá, ¿dónde está la tumba? Creo que está por acá. Caminamos. ¿Estás segura? Sí, creo que es por acá. Seguimos caminando. Domínguez, familia López te recuerda, descansa en paz María Teresa. Mirá ese ángel, mirá esa estatua, la guita que se gastaron estas familias. ¿La tumba de tu madre tiene algo de eso? No, estás loca, Ana. Es una lápida simple. Está en el panteón de la familia de Milton. ¿Por qué la enterraron acá y no en el Cementerio Central, en nuestro panteón? Yo qué sé, Ana, porque todo lo arregló Milton. ¿Dónde está el panteón de la familia de Milton? No puede ser que no te acuerdes de dónde está la tumba de tu madre, mamá. Vamos a preguntar ahí a la entrada, seguro tienen un mapa de las tumbas. Fuimos hasta la entrada y la oficina estaba cerrada, así que no teníamos a quién preguntarle dónde estaba la tumba de mi abuela. Creo que es por acá. Empezamos a enfilar para el lado donde media hora antes mi madre me había dicho que de ninguna manera. Qué divino cómo se ve el mar. Los cementerios de Montevideo tienen vista al mar. Estos deben ser masones, por la simbología. La serpiente. ¿Y esta pirámide egipcia? ¡Una esfinge! 

Mirá esos maceteros, qué bien los mantienen, deben venir seguido estos familiares. No como nosotras. Qué mal, mamá, nosotras.

En casa el aniversario de la muerte de mi abuela nunca fue una fecha de homenaje. A veces mi madre decía al aire: hoy se murió mamá. Yo decía: claro, hoy es el día de la Jura de la Constitución. Otras veces, ella se ponía en plan aritmético: si no se hubiese muerto ahora tendría equis cantidad de años. O: yo ahora soy más vieja que ella. Pero la peor cuenta, la más cruel, fue cuando nos dimos cuenta de que ese aniversario llevaba más tiempo muerta del que estuvo viva. Fue un escalofrío. Como si a partir de esa fecha el olvido fuera inminente, un tejido a punto de desintegrarse, una fuerza inmanejable que lo va desapareciendo todo. Con cada persona que la conocía y se murió —hoy son la mayoría— se fue una parte suya. En cada persona que se murió y la conocía yo me perdí una oportunidad de saber más. Saber para armar la historia, volverla un poco a la vida, como un Frankenstein familiar, un puzle al que le faltan mil piezas, la respuesta a una pregunta que todavía no sé formular.

Pasó una hora y seguíamos sin encontrar su tumba. Llegamos a decir en voz alta: dale, Elina, guianos a dónde estás, mandanos una señal. Al final ya estábamos un poco mareadas y de mal humor. Nos dimos por vencidas y nos fuimos sin poder saludarla. Esa noche el Frente Amplio perdió las elecciones.

La única vez que fui a la tumba de mamá después del entierro fue cuando me divorcié de tu padre. Me paré frente al panteón, porque ella no tiene tumba propia, y dije en voz alta: Hola, soy Elinita, quería contarte que tengo una hija de cuatro años y me acabo de separar. Mi hija se llama Ana. Y me puse a llorar. Me habían pasado muchas cosas más desde su muerte, claro, pero elegí lo de la separación para ponerla al día. Creo que en esa época necesitaba mucho una madre. Con tu nacimiento también la necesité, pero no se me dio por ir a visitar la tumba. Tenía una amiga más grande, Carmen, y me acompañó mucho cuando eras una beba. Yo no sabía a quién preguntarle qué. Cuando tenés un hijo necesitás una madre. Y cuando me separé sentí que me quedaba sola otra vez. Como cuando aquel novio, te acordás que te conté, el que me dijo cuando mamá se murió: “Elinita tenés que saber que tú ahora te quedaste sola”. Un crack. Obvio después lo dejé. Aunque tenía razón. 

No volví más a la tumba, ni tampoco hablo con ella como hablás tú. A veces me preocupa cuando me decís que hablás con ella. Sé que no sos una demente, Ana, no sé qué decirte. ¿Tu pensás que ella te responde? Porque si pensás eso es bastante loco. Lo del diálogo interior lo entiendo. Es como los sueños. Decís que se te aparece en los sueños, eso me decís desde chica, pero sabés que no es ella, ¿no? que es una construcción tuya, que es tu cabeza la que arma esas cosas. Decime la verdad. 

Volví al cementerio un año después de aquella tarde electoral. Esta vez con flores.  La oficina de la entrada estaba abierta y me pasaron la dirección de mi abuela: Ventisca 2736. Me gusta el nombre y que el número final sume nueve, el número mágico del tres por tres, la divina trinidad, como nosotras. Mientras caminaba buscando la tumba y un poco de sombra -otro día de sol infernal, era enero- pensé en que todas las calles de Montevideo deberían llamarse Ventisca o quizás Montevideo debería llamarse Ventisca. Hay varias explicaciones a las variaciones anímicas de los montevideanos y estoy segura de que el viento tiene mucho que ver. Me di cuenta de la importancia del viento la primera vez que viví en una ciudad donde no soplaba. Caminaba por la calle sin resistencia pero también sin impulso, nada me tocaba, y me sentía sola. El viento es una compañía constante y como toda compañía puede aliviar o ser insoportable. Pasé gran parte de los veranos de mi vida en un pueblo de pescadores del oceáno Atlántico y quienes viven allí son locos o suicidas o tienen hijos con parientes. A su vez es uno de los lugares más lindos que conozco. Supongo que el viento revuelve las cosas. 

El panteón donde está enterrada mi abuela, tenía razón mi madre, es una lápida simple. Una placa inclinada de granito gris con el apellido tallado y ahí adentro un montón de gente, entre ellos su viudo. Milton se murió cuando yo tenía quince años. Manejaba por la ruta. Tenía ochenta y pico y sigo pensando que un accidente de coche a esa edad es una manera ridícula de morirse. Era verano y nosotras estábamos de vacaciones cuando nos enteramos. Por esas mismas semanas, las semanas en que mi abuelastro a quien yo consideraba mi abuelo estuvo internado, se murió nuestra gata, también en un accidente. Un gato enorme y agresivo entró a la casa que alquilábamos en la playa, la gata se asustó y salió corriendo, en la corrida se pegó la cabeza contra un banco de hormigón. Nos enteramos de que estaba mal recién al día siguiente, cuando amanecimos con un maullido lánguido y sus temblores. Estaba poseída por el dolor; ya no era ella. La envolvimos en una colcha roja con flecos y nos metimos en el auto. Mi madre lloraba y manejaba. Yo sostenía entre mis brazos a la gata como un chorizo cada vez más frío. Yo no lloraba, porque siempre fui más lenta. Mi reflejo es ponerme dura: dura como un roble, como lava fría, como el hormigón que mató a mi gata, como una araña dura.
Hicimos veinte minutos de ruta hasta la ciudad más cercana y cuando llegamos a la veterinaria la gata estaba helada pero respiraba. Todavía puedo sentir en mis manos su temblor. Nosotras pensamos que podía salvarse pero enseguida nos dijeron que no. Tenía una contusión y había que sacrificarla. Mi madre me abrazó, estaba desconsolada. Yo seguía dura. 

Esperamos fuera del consultorio y cuando salió la veterinaria nos entregó una bolsa de basura que dejé caer al piso. Pensé que me estaba dando a la gata muerta pero adentro estaba la colcha roja. De la gata se encargarían ellos. La cremación era parte del servicio y si pagábamos un poco más podíamos buscar las cenizas. Dijimos que no.

En la lápida donde está mi abuela hay una botella de plástico con el resto de unas flores secas. ¿Quién las habrá puesto ahí? Mientras vacío el florero y busco una canilla entre las tumbas me pregunto dónde estaba yo el día del entierro de Milton. Porque vine al cementerio, pero había una fila larga y no sé si llegué a la calle Ventisca. Había muchísima gente, era un día de sol. Los entierros con sol de verano deberían estar prohibidos, como los accidente de auto de gente vieja o las muertes de gatas en vacaciones. 

Llené la media botella de agua y coloqué las flores amarillas. Me paré frente al panteón para hablarle a mi abuela en voz alta, preguntándome si también me iba a escuchar su marido y toda la familia, porque la verdad no termino de entender cómo funciona lo de los mensajes con el más allá. En realidad me preocupaba que me escucharan en el más acá, así que chequee si había gente viva a mi alrededor. No había. Sólo volaban unas mariposas, también amarillas, que decidí tomarlas como una confirmación de que estaba siendo atendida. Y empecé: Hola abuela soy Ana, creo que mi madre te habló de mí hace 35 años. Me reí de mi propio chiste y después me puse a llorar.

 

Ana Fornaro (Montevideo, Uruguay, 1983)

Es periodista y escritora. Publicó De a ratos (poesía). Sus cuentos, poemas y crónicas integran antologías en España, Chile, Uruguay, Argentina y Holanda. Es codirectora del medio regional Agencia Presentes y escribe regularmente en el suplemento Radar de Página/12 y La diaria (Uruguay). Es licenciada en Letras y magíster en Literatura Comparada por la Universidad de Lille (Francia). Vive en Buenos Aires desde 2012. El relato publicado forma parte de un nuevo libro en proceso.
Foto: Nicolás Cárdenas

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