Saber que se tiene

Saber que se tiene

Gloria Peirano

Tuve una gran suerte: el primer jardín verdadero que vi fue el de Diana Bellessi. Más tarde, leí. Leí esos versos que llevo conmigo, versos portátiles que se van aglutinando en la memoria en circunstancias diversas sin que medie voluntad: Tener un jardín, es dejarse tener por él y su/ eterno movimiento de partida. A los veintidós años, en pleno nomadismo de las emociones, ansié, algún día, construir un jardín así. A esa edad: nómade y cándida, también omnipotente. Tardé una vida en entender que un jardín no se construye. 

Era alumna individual del taller de Diana, nos sentábamos en el living de su departamento de la calle Fitz Roy y, enfrente, levantáramos o no la vista, el jardín nos acompañaba. La memoria es indócil. No lo recuerdo en su totalidad, ni podría describirlo. Llegaba, cruzaba el largo pasillo hasta el departamento en la planta baja, con Diana íbamos a la cocina, ella preparaba café batido para ambas. El sonido de la cuchara dentro de la taza, la luz de la cocina que se oscurecía como una corriente táctil, una sombra que se resbalaba hacia las otras habitaciones. La mesa del living, la persiana levantada. Un punto de vista, solo eso. Creo que alguna vez pedí salir y verlo. Supongo que lo hicimos. 

Solía mirar jardines ajenos, sin envidia. Descubrí, de a poco, que un jardín no se puede envidiar, reniega por sí mismo de ese sentimiento, como si dijera: soy plural, soy también del que mira. Stefano Mancuso, botánico italiano, autor de La nación de las plantas, señala en una entrevista que conversó con sus colegas sobre el vínculo con el universo vegetal. Ninguno de nosotros conserva un recuerdo de la niñez en que sintiera un interés genuino por las plantas. Se trata de una pasión muy intelectual, no es intuitiva, por lo tanto, no es propia de la infancia, sino de la edad adulta. Y agrega: para poder entenderlas, para poder narrarlas, hay que pensar que las plantas son extraterrestres. 

Lo cierto es que durante la infancia conocí una planta extraterrestre. En mi casa natal, no había jardín, sino un patio y una terraza. Mi madre no era afecta al mundo vegetal: el patio y la terraza estaban vacíos. Heredada de los dueños anteriores, solo había una maceta cuadrada, que contenía una planta que la memoria no me deja reconocer. ¿Un falso aloe vera? ¿Un lazo de amor? Su presencia en una esquina del patio resultaba un enigma. Nadie la regaba, mi madre sencillamente ignoraba su existencia, pero la planta seguía allí, una embajadora de los confines de lo conocido, en otoño y en invierno, en primavera y en verano. ¿Quién era la extraterrestre? ¿Ella, que en sí misma encarnaba un elogio de la austeridad y de la resistencia más allá de lo posible? ¿O yo, aquella que miraba, la que miró el jardín de Diana, la que ahora observa esta terraza verdísima, a través de la ventana del escritorio, con ojos que se facetan con el cauce de la luz? 

El merodeo alrededor de las plantas fue puro aprendizaje, con la forma de lentos desvíos y de pausados encuentros, un dejarse ir con ellas y hacia ellas. Acuerdo en parte con Stefano Mancuso: es probable que en la infancia sean demasiado delicadas para la percepción. Es posible que rehuyan del fragor, que se defiendan, que no se dejen ver. Pero dudo si se trata de una pasión solo intelectual, en el sentido que el Iluminismo nos legó. Me gusta más, tal vez, la expresión pasión madura, en la línea de un oxímoron. Alojar una planta me llevó años. Estaba, en el pasado, la maceta de la esquina del patio con el platillo volador posado sobre ella; estaba, también, el jardín de Diana, a los veintidós, y luego vinieron mis primeros intentos. Flujos, entonces, en el tiempo propio de lo vegetal, que llega a impregnar la vida si una acepta la trama ondulada, diagonal. 

En el patio de mi casa, vive una areca de veinticinco años. No sé el nombre de muchas plantas: parece que el sustantivo se resiste, la fijación nominal se escabulle, como si precisamente el flujo, la savia, conllevara una errancia de sentido. Escribe Niní Bernardelllo, en El silencio de las plantas: No soy buena nombrando flores/ o plantas. Son un verde prodigioso/ de sueño amazónico, verde imaginario/ de agua y cielo juntos. Hace poco compré una areca joven, la puse en el patio en la misma línea de sombra y de luz, para no arriesgar. Gané, pero ganar en el territorio de la savia no tiene la menor importancia, porque se trata de la zona de la resta, de la poda, y eso comunican las plantas, que otorgan con humildad y silencio la vitalidad de la Tierra, que fabrican la atmósfera que nos envuelve y se hallan en el origen del soplo que nos anima. 

Así como el gesto de nombrar revoca y cancela, la continuidad histórica a veces se astilla, se dejan de relevar los antecedentes y los ciclos: dos casas, mudanzas, un ficus acostado en la caja de un flete, el viento en el palto de la casa de la calle Aguirre, los rosales, los sustratos, los hondos viveros en los que elegía más plantas, las enredaderas y su idioma conspirado. Un hombre se para en la vereda de mi casa de la calle Olleros, ¿es un vivero?, pregunta. (Pero qué halago). Una amiga barre con los ojos iluminados la terraza, la huerta, la bignonia, es verano, el círculo vuelve a mí, y recomienza. Desde las vacaciones, sigo el riego, les hice un plano a mano a mis hijas, les pedí que tocaran la tierra para medir la humedad, una de ellas manda una foto, es el atardecer en la terraza lejana, ¿qué se hacía con esta zona? La zona es la manada de suculentas, los animales entre las plantas, con las que la afinidad apareció y creció durante años. Es decir, conozco secretos de ellas, ellas conocen los míos. Son manada: les gusta estar juntas. Cada una pide una medida de riego en verano. La medida del riego es, como con todas las plantas, la forma concisa de la disponibilidad y de la atención hacia ellas. En verano, una vez por semana, si no llueve. Toco la tierra, la sequedad a veces es cruel, pero sabemos que debemos esperar con obstinación y con dulzura. Las hojas son carnales, las corto con tijeras, pero muchas veces con los dedos, para sentir la aridez exterior y la médula húmeda. En invierno, nos alejamos. Las suculentas no toleran la ansiedad, se anegan fácilmente. Ya tienen demasiado con el frío. A veces, las observo de lejos, desde el interior, reproduzco la gratitud del punto de vista en el jardín de Diana, pero creo que son ellas las que me dejan en paz, tal vez intuyen en los inviernos que tardé una vida en saber que un jardín no se construye o se construye con el gesto correcto en el lugar errado: se trataría de una forma de negar toda acumulación o beneficio, de alojar el error y el ensayo, específicamente el desapego, de religar la poda de los rosales en los meses sin r, la canela en polvo sobre la cicatriz de las suculentas cuando se las trasplanta. Así, raíces, tallos, hojas, flores, más que propiedades específicas de una variedad de vida, encierran con elocuencia una concepción basada en la mixtura en el lugar errado. Se trataría, entonces, de comprender por qué el verbo tener huye de la voz pasiva. Nada puede ser tenido, mucho menos las plantas, los árboles, aunque sean plurales, aunque se concedan a quien los mira. En mil novecientos noventa pedí salir y ver de cerca el jardín de Diana. Supongo que lo hicimos.

Gloria Peirano (Buenos Aires, 1967)

Escritora y docente universitaria (UNTREF, UNA). Entre otras novelas, publicó Miramar (2da. Mención del Premio de Novela de Página/12, 2007) y La ruta de los hospitales (Segundo Premio del Concurso de Novela del FNA, finalista del Premio Sara Gallardo y del Premio Rómulo Gallegos). Además es coguionista de las películas El día nuevo, El estanque y La deuda, dirigidas por Gustavo Fontán. Y codirectora de El piso del viento, con Gustavo Fontán.
Foto: Alejandra Lopez.

cropped-la-forma-breve-version-FINAL-1.png

Añadir un comentario

No se publicará tu dirección de correo electrónico. Los campos obligatorios están marcados con *