Takishi

Takishi

Cecilia Ferreiroa

El asiento donde estoy sentada es de madera y entro cómoda. Mi prima está frente a mí y también está sentada cómoda en su pequeño asiento. 

La calesita está quieta y nosotras estamos muy rectas en el eje vertical. No tenemos la inclinación de un movimiento reciente, que se acabara de detener, o incipiente, a punto de suceder y al que quisiéramos darle envión. Estamos perfectamente quietas y erguidas. El movimiento no forma parte de nuestro cuerpo aunque la calesita lo aluda. Nuestra manera de estar sentadas es la de quien está en un banco de una plaza y no espera por nada del mundo que se eche a andar. Sin embargo, en el centro de la calesita, frente a nosotras y al alcance de la mano, está el volante, al que ninguna le presta atención. No estamos ahí para dar vueltas, sino más bien para mantenernos perfectamente quietas.

Miramos hacia adelante, tenemos plena conciencia de la situación, pero no sonreímos. O, más bien, yo no sonrío. Mi prima, en verdad, tampoco pero su boca está abierta, como si estuviera hablando, con lo que ella está ocupada en decir algo. Yo estoy, en cambio, con la boca cerrada. Y eso es llamativo porque yo, que no estoy diciendo nada –por lo visto no tengo nada para decir– podría sonreír, pero no lo hago, al parecer tampoco tengo razones para hacerlo. Mi prima tiene el cuerpo hacia adelante pero su mirada, en realidad, está ligeramente desviada. Quizás mira a quien le habla. El sol le pega en la cara, vuelve brillantes sus pelos castaños; en cambio yo estoy más atrás y un poco en sombras.

Nada hace pensar en el juego, en ese ligero desorden y distracción. Todo está muy prolijo, no estamos en medio de algo. Estamos muy atentas y arregladas. Curiosamente estamos exactamente iguales. Tenemos el mismo vestido azul, de una tela que parece algo pesada, pero muy corto, que deja casi toda la pierna al descubierto. Los dos cuellos, el de mi prima y el mío, con un volado. Las mismas medias blancas de media altura, subidas por la pantorrilla. Y los mismos zapatos. Unas sandalias azules, semi cerradas. Todo tiene la marca de mi tía Ceci y su cuidada prolijidad en serie. Y yo parezco tomármelo muy en serio, hasta el punto de no saber qué hacer con mis manos. Mis brazos se apoyan en mis piernas y se cruzan levemente. Una mano sobre otra mano.

Mi pelo parece esponjoso, algo crespo y voluminoso, lo que es extraño porque siempre tuve el pelo muy lacio. Tengo también los cachetes inflados y los ojos achinados. Estoy bastante irreconocible y no noto rasgos de mi mamá o de mi papá. ¿Por qué no están en mí? No me parezco a ellos, tampoco a otras imágenes mías posteriores. Tengo algo de otro lado. Y eso es lo asombroso, me parezco, y no puedo dejar de verlo de esa manera, a la que muchos años después fue mi médica. Una doctora de origen oriental que me trató hasta que se retiró, dejándome huérfana. Y ahora, luego de esa pérdida, veo la cara de la doctora Takishi. La veo a ella, su pelo algo esponjoso, sus enormes cachetes inflados, que daban ganas de pellizcárselos, sus ojos achinados y su boca, breve y seria. Veo con claridad a la doctora Takishi en mí, como si el peso de su presencia se hubiera desparramado en todas direcciones, alcanzando también el pasado. Después de todo, cuánto le debo a ella la vida.

La pequeña hija de la doctora Takishi se porta bien y es tranquila. Sus pensamientos permanecen guardados en su mente, como en un cuenco fresco y son pocos los que traslada a la voz. La mirada de la niña Takishi es concentrada, mira a los ojos como si quisiera penetrar en su mecanismo. Las manos se agrupan según una tradición familiar, en la cual es mejor que se apoyen una en otra, con suavidad, a que se mantengan separadas y sin contacto. Al tocarse, las manos se reconocen hermanas, en perpetua colaboración. Mi prima tiene las suyas separadas una de otra, pero ella es más grande y en la familia cada etapa tiene sus permisos y limitaciones. La doctora Takishi, además, relaja un poco las restricciones con su sobrina.

El juego para las Takishi tiene su momento, pero también el fin del juego tiene un lugar central. Nada se extiende a perpetuidad y es importante saber dar término y amar también su final. El vacío que llega luego. Hay tareas serias que se hacen con responsabilidad, estando plenamente en ellas. Sentarse de manera adecuada, pero sin tensión, mirar atentamente, estar en cada instante de esa tarea sin buscar pasar a otra cosa, pero a la vez sabiendo que se va a terminar, que nada dura para siempre. Por esa razón tampoco sonrío, porque la boca en seria calma es la concentración justa que la tarea requiere. Nuestras miradas, la mía frontal, la de mi prima desviada, tienen el mismo brillo, la misma intensidad, y eso se debe a que somos parte de un ritual que nos da sostén. Lo que hacemos en esa calesita quieta no es exclusivo de nuestro mundo infantil, es tan importante para nosotras como para la doctora Takishi y para el resto de la familia.

Como hija de la doctora Takishi tengo una infancia tranquila, con arreglo a costumbres y tradiciones. Y la calma de ser parte de una tradición que viene de muy atrás y que me sobrevivirá –está en mí como estaba en la doctora y en la madre de la doctora–, alcanza mi presente y lo vuelve sereno. A la doctora Takishi le debo esa serenidad, que de otra manera no tendría. Es una calma en la desesperación, en la desolación: la capacidad de estar plenamente en el lugar en el que debo estar, en el que me toca estar. 

Mi prima habla con su tía porque al ser la primogénita tiene cierta disposición al habla, un encargo familiar que se manifiesta en la tendencia a escucharla; y yo callo, en paz también, porque me fue dada la comprensión de que el silencio es valioso y que saber darle lugar es una de las cosas más difíciles y preciadas.

Cecilia Ferreiroa (La Plata, 1972)

Vivió su infancia en el exilio, primero en Venezuela y luego en México. Es autora de los libros de cuentos Señora Planta (Blatt & Ríos, 2016) y La parte enferma (Obloshka, 2020). Integró la Antología Cuento Digital Itaú 2012 y publicó narraciones en diferentes revistas y suplementos periodísticos, así como algunas reseñas. Escribió el prólogo de Leyendas argentinas de Ada María Elflein para la colección Las Antiguas de la editorial Buena Vista. Fue una de las organizadoras del ciclo de lecturas en vivo “Lecturas y Licores” en la librería Caburé de San Telmo.
Foto: Marie Cirer

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