Todas las piedras son lindas si están mojadas
Paula Galansky
Mientras charlamos, ordeno en degradé las piedras que encontré esta tarde. Negras, marrones, verdes oscuras, verdes claras, rojas, naranjas, amarillas, blancas, translúcidas. Mis amigas me ayudan sumando ejemplares a los montoncitos y nos reímos acordándonos de la vez que, en una tarde de verano en la que no sabíamos qué hacer, fuimos a un galpón a ver una exhibición de piedras cerca de Colón, y quisieron vendernos algunas exactamente iguales a estas a 500 pesos cada una. Una trampa para turistas. Para turistas cortos de vista, porque afuera del galpón, por el camino, estaba lleno de piedras.
Dani, Den y yo estamos sentadas cerca de la orilla de una de las playas del embalse Salto Grande, pero nunca jamás lo llamamos así: para nosotras y para todo el mundo, este lugar es El lago, a secas, como si fuera el único lago posible. Empieza acá, en Concordia, al noreste de Entre Ríos, y termina en Monte Hermoso, Corrientes. Cubre aproximadamente 800 kilómetros. No conozco aquella orilla, que fue la última en volverse un lago cuando construyeron la represa Salto Grande y el agua empezó a crecer.
No creo que ellas la conozcan tampoco, pero en el momento me distraigo y me olvido de preguntar. Vinimos para tomar mate, ponernos al tanto de nuestras vidas. Y lo hacemos despacio, sin dirección. La charla se va acaracolando, da vueltas, avanza y retrocede, se va por las ramas todo el tiempo. Al contrario del lago, que está tan quieto y limpio que parece un espejo. Un espejo atravesado por mojarras chiquitas, plateadas. Además, el agua está baja y deja ver el fondo de piedras multicolores. Estiro la mano y agarro una que parece haber sido cortada exactamente a la mitad, la miramos de cerca (tiene manchas amarillas y blancas) le sacamos una foto y se la mandamos a Fran, que ahora vive en España. Te extrañamos, Fran, le decimos en un audio. Y nuestro veredicto: Jaspe amarillo.
Fue Fran el que nos enseñó a diferenciar ágatas de jaspes con una sola regla; las ágatas son ordenadas, tienen dibujos de líneas concéntricas y degrades de colores. Los jaspes en cambio son anárquicos, tienen los colores revueltos, o expandidos, o en manchas. Según él, las ágatas son gatos y los jaspes son perros. En su sistema, nuestros amigos Joaco y Gonza serían jaspes, Den y yo, ágatas. Él y Dani no coinciden con ninguna categoría, serían otra cosa, cuarzos, por ejemplo. Las costas del río Uruguay están repletas de estas piedras mezcladas entre los cantos rodados, y también de gente interesada en aprender a reconocerlas, clasificarlas, coleccionarlas o recolectarlas para después llevarlas a cortar y pulir.
Agarro otras tres del suelo y las examino mejor. Una es redonda y aplanada a los lados, pero deja entrever un centro brillante. Me pregunto qué dibujo tendrá dentro. Las otras dos son verdes, sin una forma clara. Si fuera una competencia, en estas playas las piedras rojas ganarían por mayoría arrasadora, seguidas por las marrones y las amarillas. Forman un colchón tibio en invierno y en verano queman menos que la arena. Suenan lindo cuando una las pisa. Además, verlas de cerca te hace pensar que la idea de adornarnos con collares vino de ellas; dan ganas de quedarte con algo de su forma, sus colores, su destino lento y misterioso, mucho más duradero que el nuestro.
En la exhibición de piedras había varias cortadas a la mitad y nombradas según la silueta que se podía entrever dentro. Estaban “El zorro”, “El Che Guevara”, “El cisne”, “El paisaje lunar”. Eran todas piedras locales, que llegaron y siguen llegando arrastradas por el río Uruguay en su eterna bajada. Se dice que río arriba, las piedras son más grandes. A medida que avanza el agua las va dejando atrás, según su peso. Al mar llegan las más chiquitas y con los años (miles de años) se convierten en arena. Así que aunque no lo parezca, las piedras se están moviendo.
Y hay tantas alrededor nuestro que me cuesta pensar que, hace no mucho, este lugar no existía. O sí, pero no había una playa con eucaliptos sino quintas, montes, caminos rurales. El río estaba a algunos kilómetros y el agua caía haciendo ruido sobre rocas enormes, de basalto. El Salto Grande. Después, avanzaba correntosa y sin obstáculos hasta el Río De La Plata. A las piedritas que Dani, Den y yo seguimos clasificando por colores casi sin darnos cuenta, mientras charlamos, también las empujó el agua hasta acá, cuando chocó contra el muro de la represa y tuvo que expandirse hacía atrás. Ese corte, ese movimiento, creó el lago.
Tengo unas serie de fotos que atesoro. Son cuadradas, chiquitas, analógicas. En una mi mamá adolecente, su pekinesa blanca Peki y su amiga Silvana están sentadas sobre las rocas del salto. Ese día el río está bajo y hasta muy a lo lejos en el fondo se pueden ver manchones de gente pasando la tarde entre las piedras, conversando, nadando, haciendo lo mismo que ellas. No sé si el cielo estaba de verdad tan espectacularmente rosa, o si el tiempo fue tiñendo la foto. Las tres se ven cómodas, contentas, compartiendo uno de esos momentos que son especiales después, cuando pensás en ellos. En otra uno de mis tíos, de 10 o 11 años, posa muy cerca de una caída. El agua se ve peligrosa, casi se la escucha chocar contra las rocas. La imagen está un poco movida, como si al fotógrafo, que posiblemente haya sido mi abuela, le hubiera dado vértigo verlo ahí parado. Y en otra, un grupo de personas de espaldas a la cámara descansan tiradas en el pasto, frente al río. Entre ellas está mi bisabuela, que había venido de Federal a visitar a su hija y sus nietos, y la llevaron a pasar el día al salto. Son imágenes que me gustan no solo por su encanto un poco escenográfico, sino también por su aura de misterio. En ellas hay algo que yo nunca voy a terminar de entender, porque aunque haya nacido acá y haya venido incontables veces al lago, ya no es posible crecer y vivir al costado del Salto Grande.
Quienes sí lo hicieron y vivieron la transformación de este lugar —de río a lago, de salto natural de agua a represa hidroeléctrica— tuvieron que aprender a rehabitarlo. Supongo que por eso todavía hablan mucho de eso, aunque a veces no se den cuenta. Son comentarios al pasar, chispazos que siempre me hacen querer saber más, preguntarme qué tan distintos somos ahora que todo eso ya no existe, qué cosas, qué sensaciones se habrán perdido sin que nadie cuente ni las conserve en una foto. Hablan, sobre todo, de cómo era el salto antes de desaparecer.
Yo me lo fui construyendo a partir de esos relatos y por eso, para mí, es un lugar que tiene algo de mitológico. Una mezcla de todas las cosas que me contaron alguna vez; ahí, el agua caía con fuerza, en algunas partes más de dos metros, y el barullo constante te hacía hablar a los gritos sin darte cuenta o irte quedando dormido cerca de la orilla, después de comer. Había culebras, yararás, comadrejas, ranas, algunos zorros, muchísimos peces. Podías ir a acampar, a pasar el día, a tomar mate o cerveza y hablar de cosas importantes o de pavadas, todo cerca del agua. O nada más ir a explorar. Quedaba lejos de la ciudad y llegar hasta allá era una aventura. La espuma blanca se veía densa, peligrosa, pero la gente confiaba y se ponía a caminar por el borde. Algunos resbalaron, a otros los arrastró la correntada. También podías meterte en las ollas naturales y, si tenías suerte y paciencia, encontrar puntas de flecha olvidadas.
Chanás, charrúas y guaraníes vivieron o pasaron por esta zona durante miles de años, y dejaron vasijas, boleadoras, morteros y flechas tras de sí. El salto parece haber sido el lugar natural para frenar y acampar, descansar, hacer recuento, prender un fuego, conversar. Igual que lo fue después de la conquista para los comerciantes que tenían que frenar las embarcaciones y seguir el camino a pie. Madera, yerba, azúcar, algodón y cuero bajaban desde Misiones y Corrientes y frenaban ahí, desde donde se redistribuían. La lenta expansión de ese campamento más o menos improvisado es uno de los posibles orígenes de la ciudad. También de Salto, la ciudad uruguaya vecina.
Ese antiguo corazón común fue socavado y vuelto a llenar con las 14 turbinas soviéticas de la represa, que hacen girar el agua y convierten su movimiento en electricidad. Vista desde arriba, en google, parece un torniquete. Después de la represa el río baja ordenado, en una sola línea que serpentea. Pero antes se ensancha a los costados, se ramifica, parece una vena estallada.
Imagino cómo habrá sido pasar de una cosa a otra, vivir, en pocos años, esa transformación. En mi mente, las madrigueras de las culebras, los ratones y las comadrejas se empiezan a tapar de agua. También las playas, los ceibos jóvenes y los viejos. Los caminos que solo conocían los pescadores para llegar a los mejores lugares del salto, en donde los cardúmenes se arremolinaban, y los que abrían los chicos y chicas con su insistencia de ir a explorar, hacer fogatas y contar historias. Los puentes improvisados con troncos, los juguetes, los anillos y collares olvidados, los anzuelos, las puntas de flechas que todavía nadie había desenterrado, los dibujos en la arena. Los aromitos, las palmeras, los talas, los panales de avispas y abejas. La basura, los nidos de los pájaros. Los escondites, las casas, los ranchos, las quintas, los corrales. Y también, claro, se llena de agua el lugar exacto en el que estaba mi abuelo cuando, bajando por entre las piedras del salto, de repente, escuchó que su hijo menor había ido detrás suyo. Entonces se dio vuelta, se apoyó sobre una rodilla para no perder el equilibrio, estiró la mano hasta mi tío y desde arriba, sin que ellos se enteraran, alguien les sacó una foto.
Antes de irnos, Fran nos responde. Según él, la piedra que encontramos no es un jaspe amarillo, es una ágata limonita. No se lo discutimos pero tampoco le damos la razón. Le decimos que es hermosa, él nos contesta todas las piedras son lindas si están mojadas. Ok, en eso estamos de acuerdo. Me da pena dejar atrás tanto trabajo de recolección, las montañitas de colores quedaron perfectas. ¿Vendrá alguien y pensará que se agruparon así de casualidad? ¿Crecerá el agua esta noche y borrará nuestro esfuerzo? Hay un cuento o superstición vasca que dice que el diablo no puede ser vencido pero sí engañado: solo hay que pedirle que se ponga a contar cosas. Los pelos de una cabeza, los granos de arroz de un paquete. Hasta que no termine, no puede lastimarte porque está hechizado contando. Un efecto similar parecen tener estas piedras sobre la gente que viene a pasar la tarde en el lago.
Unos meses más tarde, en youtube, veo un video de un hombre que camina por la playa de Nueva Escocia, un pueblo cerca de Concordia, y enseña a diferenciar piedras. Es detallista y explica con cuidado, se toma el tiempo necesario de buscar y mostrar todo lo que va diciendo. La cámara se le desenfoca y se mueve cada vez que se agacha, es como un anti youtuber, me cae bien. Demuestra cómo en pocos metros es posible identificar cuarzos, ágatas, jaspes, cantos rodados, hasta madera petrificada. Dice que algunas piedras conservan agua encerrada dentro hace millones de años, y nadie sabe lo que esa agua pueda tener. Son como cápsulas del tiempo. (Un cuento de ciencia ficción entrerriano: alguien abre una de esas piedras y desata un apocalipsis o revive a una especie olvidada.)
Cada tanto, el hombre se emociona con alguna y dice ¡Pero miren qué linda es!, como si hablara de una hija. Se detiene a apreciar puntitos rojos, líneas concéntricas, formas raras, manchas brillantes. Mientras lo veo caigo en la cuenta, de repente, de que ese gesto debe ser milenario. Juntar piedras de colores y admirarlas, tener el impulso de llevarse alguna como amuleto o como recuerdo es tan humano como mirar las nubes y buscarles forma. Así que, aunque nunca nadie me lo haya dicho, debe haber sido algo que también hacía todo el mundo antes, cuando no existía la represa sino nada más el río con sus saltos. Hay cosas que están tan arraigadas que son imposibles de ver, de contar. Puede sonar muy obvio, pero nunca lo había tenido tan claro. En el salto las personas no solo nadaban, pescaban, se reunían a pasar el día, vigilaban que sus hijos no se acercaran al borde, tomaban sol o conversaban. También juntaban piedritas de colores. Y me alegra mucho que esa costumbre no haya quedado bajo el agua.
Nota al pie:
Hay muchas creencias, prácticas y rituales mágicos alrededor de las piedras. Hay piedras que, se dice, son capaces de oír todas nuestras quejas, nuestros desplantes y dolores. Guardan para sí todo lo que oyen, como cajitas musicales secretas. Se llaman piedras de la paciencia. De esta familia de piedras oyentes, imagino, podría ser la piedra que el patriarca bíblico Jacob usó una noche para apoyar la cabeza, y ella, que pudo escucharlo pensar, le regaló “El sueño de las escalinatas”, en donde Jacob pudo ver, al fin, la escalera que llega hasta el cielo por donde suben y bajan los ángeles.
Y hablando de sueños, hay piedras que se ponen bajo las almohadas para soñar las respuestas a ciertas preguntas o para espantar pesadillas. Hay piedras enormes que aparecen un día balanceándose en un equilibrio finísimo, tanto que el viento las puede mover, pero jamás las tira. Las piedras balanceantes. Algunas solo se mueven si hay brujas cerca o si se les pide un deseo noble. Hay piedras sagradas enterradas debajo de templos, también hay piedras preciosas que en este mismo momento se están formando en lo más profundo de una caverna, fuera de nuestra vista, como naranjas que se endulzan con la helada. De las ágatas se cree que son especialmente amables con los niños, por su suavidad y su carácter calmado, sencillo. Los jaspes, por su parte, están asociados al equilibrio y al valor para emprender aventuras o proyectos.
Mis amigas y yo, con el tiempo y la cantidad de horas que pasamos a lo largo de nuestras vidas tiradas sobre las piedras, fuimos desarrollando métodos propios. Con el permiso de las implicadas, comparto que, por ejemplo, pedirle un deseo a una piedra del río y devolverla al agua ayuda a que el deseo se cumpla. El secreto es saber elegir bien la piedra antes, buscando que sus características sean compatibles con lo que sea que se esté deseando (Ojo: compatible no quiere decir igual ni parecido, más bien quiere decir poroso. La piedra, sus colores, sus formas, su peso tienen que estar abiertos a la forma de tu deseo, ¿se entiende?)
Y en caso de tener una pregunta, hay que juntar 4 piedras. Una amarilla, una roja, una marrón y una blanca. Sostenelas en una mano, jugá un poco, repetí la pregunta en voz alta o en tu cabeza. Cerrá los ojos, revolvé las piedritas hasta que ya no puedas distinguirlas y elegí una. No vale dudar, no vale volver a elegir. Tampoco se vale sospechar de la respuesta. Si confías, confiá. La amarilla dice no, la roja dice sí. La marrón te pide que pienses otra vez las cosas, que busques otras maneras. La blanca es silenciosa. No sabe qué contestar y por eso, a su manera, es la mejor respuesta. Es un blanco de presente y borramiento que dice que todo, absolutamente todo lo que existió y existe te condujo hasta ese momento.
Paula Galansky (Concordia, Entre Ríos, 1991)
Estudió la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Rosario y la Diplomatura en Escritura Creativa en Untref. En 2019 recibió la beca Creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Elipsis del British Council Colombia. El mismo año fue seleccionada en la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires. Integra la antología Divino tesoro (Mardulce, BsAs, 2019). También forma parte de la antología de narradores santafesinos Nueve Nueves (Serapis, 2022) y de la antología Elipsis (2020). Publicó los fanzines Dos noches (Menta Zines, Rosario, 2018) e Inventario (Danke, Rosario, 2020). Su libro de cuentos El lugar en el que estoy cayendo (Editorial Municipal de Rosario, 2022) obtuvo el primer premio en el Concurso de Narrativa Manuel Musto 2021. El relato publicado forma parte de un nuevo libro en proceso para la colección de no-ficción de la EMR.
Foto: Damian Monti Falicoff
Hermosa nota sobre las piedras.
Cariños desde Barcelona
Muchas Gracias, Ana! Qué alegría tu lectura.
Este texto contiene tanta belleza que el emocionómetro no se queda quieto en ningún párrafo. Una hermosura.