Vestuario

Vestuario

Alejandra Zina

 

Ahora que empecé las clases de natación me doy cuenta de que hace décadas que no veo mujeres desnudas. Ni las fotos ni las películas pueden transmitir lo que transmite un cuerpo real. Trato de que no se me note la curiosidad y la fascinación pero al girar la cabeza no puedo dejar de mirar unas tetas que pendulan atraídas por la gravedad, clavadistas sincronizadas, mientras su dueña vestida de la cintura para abajo revuelve la mochila buscando algo que no encuentra. Una vitalidad bulle cada vez que me veo rodeada por estas mujeres desconocidas que se mueven con la desenvoltura de estar en el cuarto de su casa. Las mayores son las más desinhibidas, las que no se tapan, las que se sientan sin bombacha con las piernas abiertas. No les importa si las miran, tampoco ellas se miran a sí mismas, llevan su cuerpo blando, sin curvas, huesudo o grueso, con la comodidad de un pulóver viejo. 

Cuando llego temprano somos pocas y cada una elige un lugar apartado como en la sala de cine vacía donde existe ese respeto tácito de no taparse la pantalla. Nos preparamos en silencio y solo me arriesgo a mirar de reojo. Conmigo me voy animando de a poco, me desvisto de cara a la pared y me siento en el banco de madera para sacarme la ropa interior y ponerme la malla. A media mañana, cuando vuelvo de la pileta, el vestuario está lleno y las voces –agitadas en las recién llegadas o relajadas por el ejercicio y el vapor– se mezclan con el ruido de las cosas que ponen y sacan de los casilleros, el turbo de los secadores de pelo, la potencia del agua de las duchas, el chancleteo de ojotas. Hay pocos celulares a la vista y eso también hace diferente este lugar donde las manos están ocupadas en otras tareas. Casi no hay contacto con el afuera, estamos solas pero juntas. Compartimos una intimidad extraña. 

Al cabo de varias semanas empiezo a encontrar caras conocidas pero todavía no nos saludamos, mi “buen día” es general, algunas responden, otras no me escuchan o me ignoran y siguen con sus cosas. Hay una mujer de la que no podría decir su edad, sus gestos son tan mínimos y sobrios que la deben haber preservado de las arrugas, siempre que la veo está encremándose la cara, la panza, los brazos, con dedicación. Tiene la piel acuática y brillante de las focas. Después de vestirse se seca el pelo mirándose al espejo y moviendo el secador como si se abanicara. Su torso largo y plano da la impresión de doblarse fácilmente, nada le cuelga, todo está agarrado de forma compacta. Saluda y habla a través del espejo sin dejar de darse viento con el secador, no es como yo que si hablo dejo lo que estoy haciendo y si estoy ocupada no hablo. Ella sigue una secuencia de acciones sin apurarse y sin detenerse, quizás tiene el tiempo contado para llegar al trabajo, quizás es su forma de ser, concentrada, no dada a la digresión. 

Hoy me quedé mirando a una mujer mayor sentada en uno de los bancos de madera. Tenía puesta la malla, el gorro azul de nadar, una toalla gastada por debajo de las axilas, la cabeza apoyada en una mano y la vista fija en el piso, tan inmóvil como la protagonista de un cuadro de Hopper. Una mujer sentada en el vestuario de un gimnasio adentro de esa burbuja de soledad. Qué la retiene, por qué no sigue su camino hacia la pileta. Su quietud no destila ni melancolía ni preocupación. Como si su propósito fuera únicamente estar, existir en ese espacio-tiempo que le toca. En movimiento es más difícil tener esa percepción, el cuerpo y el entorno nos distraen. Ahí, tranquila en la invisibilidad del anonimato, nada en sus pensamientos. Se me ocurre un cortometraje sin diálogos, la cámara fija y después siguiéndola hasta su casillero donde va a guardar unos paquetes que parecen golosinas y que no veo hasta que se pone de pie. ¿Estaba por comerlas y se arrepintió? ¿Escuchó una voz interior que le dijo mejor no? La cámara la sigue por el pasillo hasta la puerta biselada que da al natatorio, baja con ella, y al rumor de voces se suma la música estridente de la clase de aquagym, los gritos de los profesores y el chapoteo que reverbera en la carpa climatizada. La ve sacarse las ojotas y dejar la toalla colgada en la baranda. Espera como ella espera para probar la temperatura del agua metiendo los dedos del pie. Mira lo que ella ve, brazos que entran y salen, que van y vienen por los carriles, nadadoras y nadadores que boquean y vuelven a sumergirse. La cámara se acerca tanto que podemos oír su respiración mientras ella baja los escalones se mete pisa el fondo y ya no pesa, nada le pesa.





Alejandra Zina (Buenos Aires, 1973)

Coordina talleres y clínicas de narrativa. Sus cuentos forman parte de antologías de Argentina, Uruguay, Brasil, México y España. Sus últimos libros son Íntima distancia (Dábale arroz, 2021), una serie de textos híbridos, y la colección de cuentos Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita, 2016). Desde 2006 hasta 2023 fue una de las organizadoras del ciclo Carne Argentina de lecturas en vivo.
Foto: Noelia Monópoli

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