Entrevista a Ana Basualdo

Las huellas del pasado

Entrevista a Ana Basualdo

Cecilia Ferreiroa y Alejandra Zina

Desde el comienzo de nuestra amistad estuvo presente Ana. La lectura fascinada de Oldsmobile 1962 nos llevó a contactarla por mail y a conocerla personalmente en sus venidas antes y después de la pandemia. Nos fuimos haciendo amigas, cada una por separado y en diferentes tiempos, hasta que nos encontramos las tres. Queríamos entrevistarla desde que nos conocimos, también quisimos escribir un ensayo sobre ese único libro de cuentos. Más ambiciosas, tuvimos el proyecto de filmar un documental en el que Ana nos guiaba por los lugares significativos de su vida en Tigre, con el río de fondo. El proyecto fue creciendo en exigencias técnicas y financieras y se nos hizo demasiado grande, así que volvimos a lo simple, una conversación entre las tres.

Conversar con Ana Basualdo es como caminar por una ciudad. Un flujo heterogéneo. Un libro o un autor que le gusta, un recuerdo sobre su vida, un comentario sobre política, pero también sobre algo que de pronto viene al encuentro, una fachada, una ochava, o la conversación casual con un paseante. Hablar con ella es caminar y detenerse en cualquier momento para charlar con la moza o el mozo, la vendedora de flores, alguien que entrega volantes. Todavía mantiene la pasión moderna por la ciudad que se ve con tanta claridad en sus crónicas. 

Una tarde nublada que terminó en lluvia torrencial nos encontramos en un café al lado del departamento de Belgrano que Ana alquiló en su última visita, un domingo de noviembre de 2022. Su viaje tenía como propósito investigar y hacer trabajo de campo para un posible libro sobre Tigre. El aguacero nos hizo correr a su departamento y ahí, con el tren Mitre que pasaba regularmente por debajo, grabamos la entrevista. Ana no suele grabar sus notas, las hace a mano alzada y después, de manera muy precisa, intercala en la crónica lo que dice la persona entrevistada. Nosotras, inexpertas y desconfiadas de nuestra memoria, quisimos retener su voz, sus palabras y su sintaxis. Por momentos parecíamos tres señoras tomando el té y hablando de temas que se encadenan y confunden, por momentos nos enfocábamos en el libro que vendrá, o queríamos saber todo sobre Oldsmobile 1962, como si fuese posible descubrir el secreto de esa escritura hipnótica, de imágenes deslumbrantes y diálogos perfectos. 

No sabíamos cómo escribir una entrevista ni tampoco cómo hacerlo de a dos. Trabajamos sobre varias versiones hasta llegar a una que nos convenciera y se la mandamos a Ana por correo electrónico. Ella reescribió y amplió algunas respuestas que en la charla habían quedado apenas enunciadas. También nos envió unos textos y una foto a modo de adelanto del libro que está preparando sobre Tigre y que incorporamos al final. Ana presta atención a la forma, no le parece que la oralidad exprese de la mejor manera su pensamiento. Su credo es el artificio, la construcción paciente de la experiencia y el recuerdo en el acto mismo de escribir. Podríamos decir que esta entrevista terminó siendo mixta porque combina lo oral y lo escrito, lo espontáneo y lo más elaborado. Un intento de ordenar una conversación que empezó mucho antes y que continúa.

 

Oldsmobile 1962 surgió de una imagen que la llevó a su infancia en Tigre y San Fernando. Ana nos repite de memoria lo primero que escribió en su cuaderno: “El andén estaba lleno de mujeres con ramos de hortensias en los brazos”. De esa frase, nos dice, salió el cuento “El diario” y luego los demás. La imagen en la vieja estación de Tigre se vincula con la isla: “El domingo a la tardecita los turistas volvían con las hortensias que cortaban en el delta”.

Ana Basualdo: En la casa que aparece en “El diario” vivió mi padre (huérfano desde muy chico) con su tía y su abuelo, Antonio Perna, fundador del diario Tigre. No lejos de esa casa afrancesada a cuyo derribo asistí, mi abuelo materno (italiano, como Perna) tenía un astillero sobre el río Luján, donde ahora está el hórrido parque de diversiones que puso Menem.

Los cuentos transcurren todos en tierra firme pero la isla está presente en aquellos que suceden en la costa: “A la costa llega todo, es parte de la isla”. Ana conoce los dos espacios muy bien, tanto por la rama paterna como por la materna. Nació y se crió en San Fernando pero su abuelo materno tenía una quinta con plantación de frutales en el Paraná Miní llamada El recuerdo, hasta que las grandes inundaciones de los años cincuenta y sesenta acabaron con el paraíso de manzanas, duraznos y membrillos y  la producción pasó al formio y al sauce álamo.

AB: Un río ancho y silencioso era entonces el Paraná Miní. Pasaba una canoa, de vez en cuando pasaban chatas cargadas con madera, la lancha almacenera. Y poco más. Yates, los fines de semana. Mi madre nació en la isla porque mis abuelos vivían ahí

Varias experiencias que vivió en esa quinta frente al Miní, nos dice, aparecen trasplantadas en un pastizal pantanoso, en “El camino rojo”. Ese cuento, el último del libro, lo escribió diez años después del resto. 

Cecilia Ferreiroa: Transcurre en un tiempo diferente que los otros, en los setenta. 

AB: Son los setenta, sí.

CF: En él ocupa un lugar importante una pajarera.

AB: La pajarera es una alegoría de la revolución, el “camino rojo”.

CF: La utopía, digamos.

AB: Sí, la quimera de la revolución en los setenta.

CF: En tu cuento “Yellow Days” la lectura de Amalia tiene una presencia central y muy vívida. ¿La estabas leyendo en ese tiempo?

AB: No en ese momento, la había leído muchas veces en la adolescencia, y en la memoria me resultaba y todavía me resulta inseparable del paisaje: la casa, el barrio en que la leí y releí. Muestra la manera perfectamente romántica en que leía a los quince años. Amalia es la única lectura que aparece como intertexto. Están los acápites, de Haroldo Conti en “El clan” y en “El camino rojo” y de Paul Valèry en “Palma”, pero en el interior de un cuento solo Amalia.

Alejandra Zina: Es medio telenovelesco como aparece, la recuerdan como si recordaran Pasión de gavilanes, la novela de la tarde.

CF: La llevan a cabo, la ponen en acto. Buscando los lugares.

AB: Imaginando cuáles podrían haber sido los lugares de la novela y yendo a buscarlos.

AZ: También aparece Victoria Ocampo.

AB: Sí. Tenía una maravillosa casa en San Isidro, frente a la barranca. Y un día yo andaba por ahí en bicicleta cuando la vi salir en auto, con sus gafas, hablándole en francés al chófer. 

Ana lleva cerca de cincuenta años viviendo en España. En alguno de nuestros encuentros nos cuenta que habla de tú en Barcelona. Cuando viene a Argentina vuelve al vos, pero su conversación está salpicada de palabras de allá, que le salen en forma natural, como su propia lengua. “Cutre” es una palabra que usa mucho, que le gusta y pregunta si acá se entiende. Escribe crónica periodística en diferentes medios de Argentina y de España, pero escribió este libro de cuentos, su único libro literario. Nos intriga su aparición y su soledad, que su único libro de relatos sea un libro tan logrado, con un trabajo de lenguaje tan sutil y que no haya escrito nada más. 

CF: En una entrevista con Edgardo Dobry mencionás la diferencia entre arte y artesanía. ¿Nos podés contar algo más sobre eso?

AB: El periodismo no es un arte sino una hermosa artesanía, le dije a mi amigo Dobry. Una crónica es el resultado del rastreo, la selección de materiales (propios y ajenos) sobre determinado asunto, y del tratamiento de esos materiales según un punto de vista propio y, por fin, de su expresión a través de una estructura y una escritura exactamente adecuadas. Cuando escribo un artículo ya sé adónde voy: armo una estructura para colgar las imágenes (los diversos materiales). En los cuentos, la frase salía hecha. No volvió a ocurrirme. Diría que los cuentos han operado desde el interior y las crónicas de afuera hacia adentro, como respuestas encarnadas a estímulos bruscos o persistentes de realidades diversas. El  cuento está construido como un poema. Por eso es un arte. La crónica es (para mí y según mi experiencia) una bellísima y utilísima artesanía. 

CF: En los cuentos se nota el trabajo con lo no dicho. Y parece ser algo consciente.

AB: A través de la lentitud trabajosa del merodeo, sobre todo en “El camino rojo”. 

AZ: ¿Qué escritores pensás que te influenciaron? 

AB: Creo que, cuando empecé a escribir “Yellow Days”, fue la energía visual de toda la literatura estadounidense sureña que había leído lo que se me ofreció, digamos, como vía.

CF: Y Carson McCullers trabaja mucho con lo no dicho también.

AB: Y sí, tiene que haber algo que trascienda, que esté por debajo de la anécdota, que cree silencio. Es lo que Isaak Dinesen muestra en su extraordinario cuento “Una página en blanco”.

AZ: ¿Eso tiene que ver con tu lectura de poesía?

AB: Sí, siempre leí poesía. No entiendo a los escritores que confiesan no leer nunca o casi nunca un poema.

En alguna entrevista dice de sí misma que es escritora de un solo libro. Es muy precisa al hablar de eso, nunca se llama escritora a secas. 

AZ: ¿Y de dónde pensás que te vinieron los cuentos? 

AB: Los cuentos los escribí en España. Era la necesidad y el deseo. No la necesidad, ya, digamos, desesperada, sino la necesidad placentera de recuperar un paisaje. Como no podía venir (todavía no había vuelto la democracia), escribí. No se trataba de una cosa demasiado personal -aunque hay mucho de autobiográfico- sino del deseo de recuperar un paisaje. 

AZ: Para mí tu libro pasa en verano.

AB: Alguien escribió que en la memoria de la infancia siempre es verano.

Oldsmobile 1962 nace de esa necesidad y ese estado de ánimo tan particular. Coincidió también, dice, con unos meses que estuvo sin trabajar, gozando de una indemnización y de tiempo libre. El libro fue editado dos veces en España y dos en Argentina; la última, en la serie del recienvenido que dirigía Ricardo Piglia para Fondo de Cultura Económica. “El camino rojo” se incorporó en la edición de Alfaguara Argentina, que entonces dirigía Juan Martini.

AZ: ¿Lo escribiste pensando en esa nueva edición, o ese cuento salió enganchado con lo anterior?

AB: Estoy tratando de acordarme cómo fue que empecé a escribirlo. Porque me acuerdo de cómo empecé “El diario”, que fue el primero, pero de “El camino rojo” no me acuerdo.

AZ: No fue que un editor te dijo: “Ana, ¿no escribirías un cuento más?”.

AB: Siempre me dicen: “Ana, escribí más” (risas). Ese libro fue producto de la inspiración. Fue así.

En todo caso, Ana escribió durante toda su vida crónicas, artículos, entrevistas. En 2020 salió una antología de sus textos periodísticos escritos en Argentina, en la revista Panorama, y en España, en diferentes medios en los que trabajó. El libro se llama El presente y lo publicó el sello argentino Sigilo. Ahora se encuentra trabajando en un proyecto sobre Tigre, una idea que le propuso su editor, Maximiliano Papandrea.

AB: Me parece que es mi destino. Porque yo nací en San Fernando, pero mis raíces están todas en el Tigre, tanto del lado materno como del lado paterno. Me fui en el año 75 y recién pude volver después del 83, pero cada vez que vengo voy al Tigre. Siempre voy al Tigre. No a San Fernando porque me deprime un poco. Cuando Maxi me propuso lo del libro pensé: vuelvo cuando el tiempo esté más lindo como para ir al Tigre.

CF: Claro, elegiste la fecha por la primavera y por las flores.

AB: Por los jacarandás,  las tipas, las santarritas.

Como verdadera amante de la naturaleza que es, tiene sus odios. No le gustan para nada los plátanos, por más que tratamos de convencerla de que dan esa sombra tan hermosa o que su tronco se descascara en diferentes tonos, responde: “Me deprimen”.

Nuestra charla en el departamento del barrio de Belgrano está acompañada por el paso del tren, que se escucha muy fuerte y que nos hace callarnos hasta que el sonido se aleja. “Les dije que esto era muy ruidoso”, se excusa. Ese tren la lleva a Tigre todas las mañanas. Se levanta muy temprano y se pasa el día en la ciudad, buscando material para su nuevo libro, entrevista a algunas personas, recorre distintos lugares y edificios, come en el Bodegón de los inmigrantes.

AZ:  ¿Va a ser una crónica?

AB: No quiero que sea demasiado elegíaco o nostálgico. Lo que quiero es que esté el pasado de Tigre continental, dentro de poco no va a haber más huellas visibles, entonces es también una misión registrarlo. El Tigre y el delta en el pasado y en el presente. Me importa mucho, aunque no me gustaría que el empujón de la ira, en el tema de los humedales, se devorara el libro. Pero esas cosas tienen que estar, de algún modo. Nordelta y todo ese horror que provoca el fervor por los barrios cerrados en zonas ribereñas.

A pesar de que Ana es muy cuidadosa en distinguir los dos tipos de escritura, se pueden encontrar continuidades. Sus cuentos y sus notas periodísticas se construyen con un trabajo riguroso en la elección de las palabras y una manera particular de integrar las capas del tiempo: “Es muy importante que el presente incluya el pasado. Las huellas siempre tienen que estar, hay que buscarlas y defenderlas”. Pero el presente mismo se conserva también como la huella de un futuro distinto. En su escritura el tiempo fluye, lo vemos deslizarse, intuimos la transformación de aquello que describe. 

Ana nos recomienda visitar una librería de Tigre que se llama Sudeste, como la novela de Haroldo Conti que ama y cita cada vez que hablamos de las islas.

AB: Nada mejor se ha escrito ni creo que pudiera escribirse sobre ese mundo casi extinto de la costa, entre Tigre, Carupá y San Fernando, antes del envilecimiento de los barrios cerrados y las guarderías de lanchas. El Delta es una invención de Sarmiento, una génesis que se va armando a través de la serie de artículos de prensa que se publicarían en El Carapachay, un libro absurdamente poco leído. A su manera empalagosa, Marco Sastre, en El temple argentino, también inaugura ese paisaje. Roberto Arlt lo llama “infierno vegetal” (André Breton llamó “delirio vegetal” a la Martinica) en sus aguafuertes deltaicas, y todo lo que investiga lo narra desde el punto de vista de la vida dura de los isleros. Conti narra, con una minuciosidad reverente, lo que aprendió en la costa y en los ríos.

AZ: El otro día hablábamos de la novela Arroyo, de Susana Pampín. Y de toda esa gente que atraen las islas, sobre todo en verano. ¿Te parece que ahí hay un aprendizaje? 

AB: Es que mucha gente que no es del Tigre ni de la isla va a conocer, no solamente a disfrutar de fiestas y deportes náuticos, sino a aprender sobre fauna y flora y sobre el modo de vida de los isleños. No todos los visitantes o residentes de fin de semana van a destruir, algunos van a conocer y aun a restaurar. Hay un momento en que la gente se enamora del Tigre y vive el Tigre de una manera muy intensa. La novela Arroyo lo narra (ese aprendizaje) también con una minuciosidad reverente.

AZ: Tiene algo espiritual, la relación con la naturaleza.

AB: Sin olvidar que no es una naturaleza silvestre. Hay modificación del ambiente desde que se clava una estaca. No es la orilla natural del río: hay una estacada que impide o retrasa que el agua se lleve la tierra. Pero que no impide los efectos de una sudestada.

CF: Claro, no se la domesticó del todo, impone su ritmo.

AB: Hay una película, Los isleros, de Lucas Demare, de los años 50. Con Arturo García Buhr y Tita Merello. Un personaje secundario dice algo que el otro día le cité al geógrafo Carlos Reboratti: “Las islas no son de nadie. El río las trae, el río se las lleva”. 

AZ: En tu libro de cuentos el delta aparece como un lugar de escape, clandestino. Un lugar donde uno se puede refugiar.

AB: Bueno, la isla tiene historias muy oscuras, el contrabando, la quinta El silencio, donde llevaron a un grupo de detenidos-desaparecidos, que sacaron de la ESMA, para evitar que fueran registrados por investigadores de Derechos Humanos de visita. 

Más temprano, en el bar, Ana nos contó que de tanto ir y venir en tren volvió a recordar las estaciones y se puso a recitarlas: Belgrano, Núñez, Rivadavia, Vicente López, Olivos, La Lucila, Martínez, Acassuso, San Isidro, Beccar, Victoria, Virreyes, San Fernando, Carupá, Tigre. Quizás su escritura tenga que ver con recuperar un recorrido, el tiempo que transcurre entre estación y estación.

Ya llevamos más de una hora hablando. Se fue haciendo de noche y la lluvia que nos hizo correr a su departamento recrudeció. Repiquetea en alguna chapa y nos hace escucharla.

AB: Qué bueno el sonido de la lluvia, ¿no? Lástima que se me acabó el café.

*Agradecemos especialmente a Gustavo Fontán, por el tiempo dedicado y el entusiasmo con el que aceptó dirigir el video de la entrevista a Ana Basualdo que finalmente no se pudo concretar. También a Caíto González que hizo la edición de esta entrevista, por su atenta lectura de las diferentes versiones.

Adelanto del nuevo libro en proceso

Ana Basualdo

Hasta el momento en que aparece ya el andén gris de cemento y uno busca la tarjeta SUBE para salir de la estación, la llegada a Tigre es fatalmente un precipitado torrencial de múltiples arribos anteriores. Es siempre la misma llegada, aunque haya una estación nueva alta y luminosa y la antigua –a unos doscientos metros– esté desfigurada y pringosa de ketchup. El tren disminuye la velocidad antes de entrar a la estación, claro que no tanto como cuando había que esperar que bajaran la barrera, y entonces se embotellaba el tránsito de la avenida Cazón. La estación nueva se adelanta a ese cruce. Pero hubo hace tiempo un tren como el de Francisco de Madariaga, “antiguo, marrón, casi fluvial”, que se aproximaba a la estación muy despacio y daba tiempo para mirar por la ventanilla el terraplén de las vías, las campanillas azules enredadas en el tejido de alambre, el bañado, los juncos, remolinos de insectos y más allá el edificio blanco mate con las fachadas quebradas y las aristas amarillo claro, el porche octogonal y las columnas corintias del Club Atlético Tigre. El club lo vendió a fines de los años ochenta; fracasó luego el proyecto de convertirlo en un gran hotel. Seguí su decadencia, hasta que desapareció. Ahora, en el enorme baldío vallado el yuyal asoma a la vereda entre las baldosas rotas y los barrotes de hierro de la verja original. Una o más torres parece el destino de esa esquina del viejo Tigre. En una inmobiliaria confirman la existencia de un proyecto de “gran emprendimiento” (barrio cerrado de lujo). 

La estación de los ingleses tenía un comedor con fotos de turf enmarcadas, piso de madera oscura y manteles blancos. Del andén se salía directo a la calle Italia.  El único y ya inverosímil sobreviviente de los años cincuenta persiste, anacrónico y no del todo inactivo: un negocio de ropa de trabajo masculina, la vidriera atestada, prendas en perchas colgadas de las varillas de un toldito en la vereda, buzos, capotes de goma, camisetas y calzoncillos largos, pantalones abolsados con mil bolsillos que la cabeza del transeúnte tiene que sortear, tanto para seguir caminando como para preguntarle algo al dueño, que lo es, dice sin ganas, desde hace sesenta años.

Los carniceros anotan en letra gigante los precios de hoy (3-11-22) en pizarras que ponen en la vereda, justo al lado del cordón, a la vista de los que van o vienen a pie y en vehículos.

BiFE ANCHO 900 kilo    PALETA 999    OSOBUCO 699 kilo    PICADA COMÚN  1300  2k      ROST BEEF 900      MATAMBRE 900 k

 

                                                                             ***

La casa del suizo Adolfo Leber sobrevive peor. El frente es ahora, arriba, de un verde brillante descascarado que duele por el destino más que probable de ruina y derribo, pero ese resquebrajamiento iridiscente golpeado por el sol de las tres de la tarde, visto desde la vereda de la sombra, me consuela como una obra de arte. La pintura verde tapó un tiempo el almohadillado pero, raleada ahora, lo muestra. Italianizante como casi todas las casas de esa época en Tigre, con una simetría rigurosa, el balcón centrado, la cornisa con un escudo y el nombre ADOLFO LEBER (tres letras caídas). “Es interesante el revoque símil piedra con molduras que rodea las aberturas, y lamentable la planta baja que, si bien mantiene la simetría, está totalmente desnaturalizada”, dice el arquitecto Fernando Giesso, coautor del libro-catálogo Casas de Tigre. En la planta baja ha operado un recurso salvaje para traerla al presente: láminas plastificadas en azul satinado tapan el almohadillado original y son el fondo de una serie de carteles de diverso tamaño que repiten lo mismo, en blanco, en diversas tipografías:

Sanitarios Nicuesa e Hijos

Agua  Gas  Riego  Calefacción  Incendio  Grifería  Piscina

Señorial 

Instalamos confianza 

Rotoplas

Más y mejor agua

 

Justo enfrente, empujo la puerta de vidrio de Bienes Raíces Leber, pregunto si podría hablar con alguien que lleve ese apellido. Nosotros no, dicen dos muchachos detrás de sus computadoras, sí la jefa, que vendrá a las cuatro. Manuela Leber, bisnieta de Adolfo Leber, es una joven con melena apabullante enrulada y rojiza (contra el fondo amarillo cegador con letras rojo fuego del cartel de Bienes Raíces) que parece divertida a costa de mi recuerdo infantil de la casa de enfrente, cuyo dueño ahora es un tío suyo, contador, quien la alquila a Nicuesa e Hijos. “Seguramente tenía el piso de madera crujiente y era oscuro y maravilloso como vos lo viste de chica, pero no era una librería. Era un bazar suizo”. Se levanta con decisión, se mete en su oficina y vuelve con dos reliquias: una tarjeta y una regla de madera ennegrecida.

BAZAR SUIZO

Aparatos fotográficos

y accesorios

Películas

Placas

Revelaciones

Copias

Ampliaciones

Óptica

Adolfo Leber e Hijos   

ITALIA 1452     E.T. 148      TIGRE

***

No nací ni viví nunca en el Tigre (sino al lado, en San Fernando), pero es ahí adonde vuelvo sin falta.

Tigre es enigmático y adictivo, una ruina restaurada o redecorada según épocas, una ciudad populosa pegada a un inmenso delta, afectada en sus bordes por la atracción náutica del verano y contagiada de la abulia que llega de ahí el invierno; es, además, el centro de un distrito enorme. Las islas viven a merced del río; la ciudad, que también es una isla, conserva viejos barrios arbolados y casas con tres escalones a la calle siempre cerradas, inermes ante el avance de las torres de lujo, y se entrega al ruido, el sol cruel. las vidrieras recalentadas de la Avenida Cazón, donde se suceden la municipalidad, las escribanías, las tiendas de ropa, las carnicerías, las inmobiliarias, los maxi-quioscos, los localcitos luminiscentes con miles de estuches para celulares, las cervecerías, las confiterías, los cafés y, en la esquina de Albarellos, el Café Havanna, donde me refugio del calor y cito a los entrevistados.

También es una ciudad amenazada por la moda rapaz de las torres y por la proliferación de barrios privados costeros que destruyen (la ley aún en al aire) el tesoro de los humedales. Pero el edil suele visitar con aparentes placer y orgullo Nordelta, a pesar de que esa pionera, incesante urbanización cerrada sea famosa por aberrante y  dañina para el medio ambiente y las relaciones sociales.

Inauguraron el primer surtidor para autos eléctricos del país en una estación de servicio de Nordelta. El intendente Julio Zamora estuvo presente: agradeció a Shell y a Nordelta. Tigre al día, 3-10-22

Ana Basualdo (Buenos Aires, 1945)

Se formó como periodista en el semanario Panorama, que publicaba la editorial Abril. En 1975, tuvo que exiliarse a España, en donde trabajó en las revistas Triunfo, Destino, El Viejo Topo, Vogue y en los diarios El País y La Vanguardia. Su libro de cuentos Oldsmobile 1962 apareció por primera vez en Barcelona en 1985 y fue recuperado por Ricardo Piglia en 2012 en su colección de clásicos argentinos para el Fondo de Cultura Económica. Es editora de Autobiografía y diarios, de José Luis Cerveto (1978) y de Crónicas ejemplares. Diez años de periodismo antes del horror (1965-1975), de Enrique Raab (Perfil, 1999), y autora del ensayo Paseos por Barcelona fugitiva. Rastros de la ciudad ácrata (Paso de Barca, 2015). En la actualidad, publica sus crónicas en la revista barcelonesa La Maleta de Portbou.
Foto: Caíto González

Cecilia Ferreiroa (La Plata, 1972)

Vivió su infancia en el exilio, primero en Venezuela y luego en México. Es autora de los libros de cuentos Señora Planta (Blatt & Ríos, 2016) y La parte enferma (Obloshka, 2020). Integró la Antología Cuento Digital Itaú 2012 y publicó narraciones en diferentes revistas y suplementos periodísticos, así como algunas reseñas. Escribió el prólogo de Leyendas argentinas de Ada María Elflein para la colección Las Antiguas de la editorial Buena Vista. Fue una de las organizadoras del ciclo de lecturas en vivo “Lecturas y Licores” en la librería Caburé de San Telmo.
Foto: Marie Cirer

Alejandra Zina (Buenos Aires, 1973)

Coordina talleres y clínicas de narrativa. Sus cuentos forman parte de antologías de Argentina, Uruguay, Brasil, México y España. Sus últimos libros son Íntima distancia (Dábale arroz, 2021), una serie de textos híbridos, y la colección de cuentos Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita, 2016).
Foto: Noelia Monópoli

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